Ratzinger en
entrevista
Dios y el mundo de
hoy
Por Bernardo López Ríos *
* Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia Católica
Preámbulo
Selección de preguntas y respuestas tomada del libro: Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Creer y vivir en nuestra época (una conversación con Peter Seewald). Las opiniones de Benedicto XVI sobre los grandes temas de hoy, Debolsillo, Barcelona, 2005, 441 pp.
Introducción
En 1996, Peter Seewald me propuso
conversar sobre las cuestiones que el hombre actual plantea a la Iglesia y que
a menudo le cierran el acceso a la fe. De ahí surgió el libro “Salz der Erde” (Sal de la tierra), que
para muchos se convirtió en una contribución a la orientación que aceptaron con
agradecimiento.
El enorme eco, asombrosamente
positivo, que despertó el libro animó al señor Seewald a proponer una segunda
ronda de conversaciones en la que se esclarecerían las cuestiones internas de
la propia fe, que a muchos cristianos les parece una selva tan impenetrable que
apenas son capaces de orientarse en ella; muchos aspectos de la misma, algunos
importantes, resultan difícilmente comprensibles y aceptables para el
pensamiento actual..
El camino a la segunda conversación con Seewald quedaba por fin despejado, y él propuso celebrarla en una sede preñada de simbolismo: la casa matriz de la orden benedictina, la abadía de Montecassino.
El camino a la segunda conversación con Seewald quedaba por fin despejado, y él propuso celebrarla en una sede preñada de simbolismo: la casa matriz de la orden benedictina, la abadía de Montecassino.
Allí, fortalecidos por la hospitalidad
benedictina, sostuvimos del 7 al 11 de febrero del año 2000 nuestro último
diálogo, que el señor Seewald había preparado con sumo cuidado... Espero que
este segundo libro de conversaciones encuentre una acogida de amabilidad
similar a “Sal de la tierra”, y ayude a muchas personas a comprender la fe cristiana.
Montecassino en primavera – habla Peter Seewald-. El
sinuoso camino que conducía al monasterio de San Benito era angosto y empinado,
y cuanto más subíamos, más fresco se tornaba el aire. Nadie decía una palabra,
ni siquiera Alfredo, el chofer del cardenal...
Pero cuando el cardenal Joseph Ratzinger, gran sabio de la Iglesia, se sentó frente a mí en el monasterio y me contó con paciencia el Evangelio, la fe cristiana desde la creación del mundo hasta su final, logré vislumbrar cada vez con mayor claridad algo del misterio que proporciona la coherencia más profunda al mundo.
En el fondo, acaso sea muy sencillo. “La creación misma”, dice el sabio, “entraña un orden en sí. A partir de él podemos leer los pensamientos de Dios... e incluso el modo correcto en que deberíamos vivir”.
Pero cuando el cardenal Joseph Ratzinger, gran sabio de la Iglesia, se sentó frente a mí en el monasterio y me contó con paciencia el Evangelio, la fe cristiana desde la creación del mundo hasta su final, logré vislumbrar cada vez con mayor claridad algo del misterio que proporciona la coherencia más profunda al mundo.
En el fondo, acaso sea muy sencillo. “La creación misma”, dice el sabio, “entraña un orden en sí. A partir de él podemos leer los pensamientos de Dios... e incluso el modo correcto en que deberíamos vivir”.
Algunas preguntas de la entrevista
Mi hijo pequeño me pregunta a veces: “Oye, papá, ¿cómo es
Dios?”.
Yo le contestaría diciendo que uno se puede
imaginar a Dios tal como lo conocemos a través de Jesucristo. Cristo dijo una
vez: “Quien me ve a mí, ve al Padre”.
Y si después se analiza toda la
historia de Jesús, empezando por el pesebre, por su actuación pública, por sus
grandes y conmovedoras palabras, hasta llegar a la última, a la cruz, a la
resurrección y a la misión del apostolado... entonces uno puede atisbar el
rostro de Dios.
Un rostro por una parte serio y grande. Que desborda con creces nuestra medida. Pero, en última instancia, el rasgo característico en Él es la bondad; Él nos acepta y nos quiere.
Un rostro por una parte serio y grande. Que desborda con creces nuestra medida. Pero, en última instancia, el rasgo característico en Él es la bondad; Él nos acepta y nos quiere.
¿Pero no dicen también que no deberíamos
formarnos ninguna imagen de Dios?
Este precepto se ha transformado en la
medida en que Dios se dio a sí mismo una imagen. La Epístola a los Efesios dice
de Cristo: “Él es la imagen de Dios”. Y en Él se cumple plenamente lo que se
dice del ser humano en la creación.
Cristo es la imagen original del ser
humano.
Eso ciertamente no nos permite representar a Dios mismo en su eterna infinitud,
pero sí contemplar la imagen que Él se dio a sí mismo. Desde entonces no nos forjamos ninguna imagen de
Dios, sino que es Dios mismo quien nos la muestra. Aquí nos mira y nos habla.
Ciertamente, la imagen de Cristo no es una
simple foto de Dios. Esta imagen del crucificado trasluce más bien la biografía
entera de Jesús, sobre todo la biografía íntima. Con ello se nos proporciona
una visión que abre y trasciende los sentidos.
“Dios te amó primero”, dice la doctrina
cristiana. Y te ama sin tener en cuenta tu origen o tu importancia. ¿Qué
significa eso?
Esta frase debe tomarse en el sentido más literal
posible y así intento hacerlo. Porque es realmente el gran motor de nuestra
vida y el consuelo que necesitamos. Lo cual no es en absoluto tan extraño.
El me amó primero, antes de que yo
mismo fuese capaz de amar. Fui creado sólo porque ya me conocía y me amaba. Así
que no he sido lanzado al mundo por azar, como dice Heidegger, ni me veo
obligado a advertir que voy nadando por ese océano, sino que me precede un
conocimiento, una idea y un amor que constituyen el fundamento de mi
existencia.
Lo importante para cualquier persona,
lo primero que da importancia a su vida, es saber que es amada. Precisamente
quien se encuentra en una situación difícil resiste si sabe que alguien le
espera, que es deseado y necesitado. Dios está ahí primero y me ama. Ésta es la
razón segura sobre la que se asienta mi vida, y a partir de la cual yo mismo
puedo proyectarla.
El ser humano ¿es creyente de por sí?
A juzgar por los datos que nos
proporcionan las excavaciones de la historia de la humanidad desde la
prehistoria más remota, cabe afirmar que la idea de Dios siempre ha existido.
Los marxistas predijeron el fin de la religión. Decían que con el final de la opresión ya no se necesitaría la medicina llamada Dios. Pero se vieron obligados a reconocer que la religión no acaba nunca, porque realmente es consustancial al ser humano.
Los marxistas predijeron el fin de la religión. Decían que con el final de la opresión ya no se necesitaría la medicina llamada Dios. Pero se vieron obligados a reconocer que la religión no acaba nunca, porque realmente es consustancial al ser humano.
Sin embargo, este sensor interno no
funciona con el automatismo de un aparato técnico, sino que es algo vivo que
puede ir creciendo con el ser humano o adormecerse casi hasta morir.
Esa acción conjunta agudiza cada vez más el sensor, reavivándolo e intensificando su reacción –en caso contrario se queda romo y casi sepultado bajo la anestesia-.
Y no obstante, en la persona incrédula de alguna manera subsiste la pregunta residual de si, pese a todo, no existirá algo. Sin este órgano íntimo, la historia de la humanidad resultaría ininteligible.
Esa acción conjunta agudiza cada vez más el sensor, reavivándolo e intensificando su reacción –en caso contrario se queda romo y casi sepultado bajo la anestesia-.
Y no obstante, en la persona incrédula de alguna manera subsiste la pregunta residual de si, pese a todo, no existirá algo. Sin este órgano íntimo, la historia de la humanidad resultaría ininteligible.
La sociedad moderna duda de que pueda
existir siquiera una verdad. Esto se refleja también en la Iglesia, que se
aferra imperturbable a ese concepto. Usted llegó a comentar en cierta ocasión
que la profunda crisis actual del cristianismo en Europa se debía esencialmente
a la crisis de su reivindicación de la verdad. ¿Por qué?
Porque ya nadie se atreve a decir que
lo que afirma la fe es cierto, pues se teme ser intolerante, incluso frente a
otras religiones o concepciones del mundo. Y los cristianos se dicen que nos
atemoriza esa elevada reivindicación de la verdad.
Por una parte esto, en cierto modo, es
saludable. Porque si uno se dedica a asestar golpes a su alrededor con
demasiada rapidez e imprudencia con la pretensión de la verdad y se instala en
ella demasiado tranquilo y relajado, no sólo puede volverse despótico sino
también etiquetar con enorme facilidad como verdad algo que es secundario y
pasajero.
La cautela a la hora de reivindicar la
verdad es muy adecuada, pero no debe provocar el abandono generalizado de dicha
pretensión, pues entonces nos moveremos a tientas en diferentes modelos de
tradición.
Joseph Roth escribe en su novela La marcha Radetzky:
“En este mundo podrido, la Iglesia romana es todavía la única que conforma, que
conserva la forma. Incluso cabría decir, dispensadora de forma...
Al fijar los pecados, por ese mero hecho los disculpa. Casi no tolera personas intachables: esto es lo eminentemente humano en ella... Con eso la Iglesia romana demuestra su tendencia más noble a disculpar, a perdonar”. Es pues, la Iglesia por naturaleza una Iglesia de pecadores?
Al fijar los pecados, por ese mero hecho los disculpa. Casi no tolera personas intachables: esto es lo eminentemente humano en ella... Con eso la Iglesia romana demuestra su tendencia más noble a disculpar, a perdonar”. Es pues, la Iglesia por naturaleza una Iglesia de pecadores?
¡Evidentemente! Acabamos de ver que la
Iglesia, a pesar de los pecadores, es sostenida por Dios. La cita manifiesta
una determinada óptica de la Iglesia que ésta considera buena y útil, aunque
sólo sea por consideraciones profanas.
Que la Iglesia dé forma, que la
mantenga, que no se desvanezca en lo indeterminado, que pueda pregonar la
voluntad de Dios es algo muy esencial. Pero entenderla exclusivamente a partir
de su grandeza histórica, implica poner a Dios al servicio de fines humanos.
Entonces se pretende tener de algún modo una religión, aunque se considera a
Dios mismo una mera construcción auxiliar para mantener a las personas unidas y
dependientes.
Por otra parte, yo criticaría la idea
de que la Iglesia católica establece los pecados y después los disculpa en el
acto. Como es natural, la Iglesia no inventa los pecados, sino que reconoce la
voluntad de Dios y la proclama.
Ciertamente la grandeza de esta cita reside en que la Iglesia, que tiene que pregonar la voluntad de Dios en todo su esplendor, incondicionalidad y severidad para que la persona conozca su medida, ha sido también agraciada con el cometido del perdón.
Ciertamente la grandeza de esta cita reside en que la Iglesia, que tiene que pregonar la voluntad de Dios en todo su esplendor, incondicionalidad y severidad para que la persona conozca su medida, ha sido también agraciada con el cometido del perdón.
De hecho, la Iglesia puede decir a las
personas: “Quien quiera ser recto por sí mismo, quien crea no necesitar el
perdón, se equivoca”. Entonces surge la arrogancia, el orgullo por la propia
eficacia y la propia edificación que, en definitiva, es inhumano.
Por eso es importante no poseer un
ápice de ese orgullo. Yo tampoco necesito renunciar al perdón. Al contrario,
cuando intento asumir la voluntad de Dios, identificarla con la mía, sé que
siempre obtengo el perdón.
Soy un ser que tiene la humildad de aceptar que necesito ser perdonado. En este sentido, la humildad y la confianza son lo que de verdad humaniza a las personas.
Soy un ser que tiene la humildad de aceptar que necesito ser perdonado. En este sentido, la humildad y la confianza son lo que de verdad humaniza a las personas.
El emperador de Roma exigió a san Lorenzo
que entregase los tesoros de la Iglesia. Poco tiempo después, Lorenzo, que
sufrió martirio por ello, compareció ante el emperador y le mostró el ejército
de pobres de la ciudad con las siguientes palabras: “He aquí el mayor tesoro de
la Iglesia”.
La Sagrada Escritura nos dice que Cristo
procedía de los pobres de Israel. Cuarenta días después del nacimiento, su
madre hizo la ofrenda de los pobres, dándonos a entender que la mirada interior
se había abierto justo entre esas personas sencillas. Ellos no habían
desfigurado la visión de conjunto con mil diferenciaciones, sino que
conservaban la sencillez interna, la pureza, la sinceridad y la bondad que
permiten ver.
Como es lógico, la Iglesia también
necesita imprescindiblemente a los intelectuales. Necesita personas que le
ofrezcan su vigorosa inteligencia. También precisa de personas generosas,
ricas, dispuestas a poner la riqueza al servicio del bien. Pero también se
nutre siempre de la gran base de personas que son humildes y creyentes.
En este sentido, su auténtico tesoro es la multitud de los que necesitan y dan amor: personas sencillas capaces de la verdad porque han seguido siendo niños, como dice el Señor. A través del decurso cíclico de la historia han conservado la visión de lo esencial y sustentan en la Iglesia el espíritu de la humildad y del amor.
En este sentido, su auténtico tesoro es la multitud de los que necesitan y dan amor: personas sencillas capaces de la verdad porque han seguido siendo niños, como dice el Señor. A través del decurso cíclico de la historia han conservado la visión de lo esencial y sustentan en la Iglesia el espíritu de la humildad y del amor.
¿Cada persona es idea de Dios? ¿Qué
significa eso?
Sí, tal es la convicción fundamental del
cristianismo. Cuando la Sagrada Escritura presenta gráficamente la creación del
hombre –con Dios el alfarero, que lo forma y le insufla el espíritu-, eso está pensado
arquetípicamente para cada individuo. En los salmos el hombre dice: TÚ me has
formado con barro, TÚ me has insuflado el aliento.
Aquí se expresa que cada
persona mantiene una relación directa con Dios. Y, por tanto, todas desempeñan
una función con sentido en el gran entramado de la historia universal, tienen
el puesto que les ha sido asignado y gracias al cual pueden aportar algo
insustituible a la historia global.
Al principio la tierra estaba desnuda y
vacía, Dios todavía no había traído la lluvia, se dice en el Génesis. Entonces
Dios creó al hombre, para lo cual “tomó polvo del suelo y le insufló el aliento
de la vida; y el hombre se convirtió en un ser viviente”. El aliento de la
vida: ¿es ésta la respuesta a lña pregunta de dónde venimos?
Creo que aquí hallamos un enorme
simbolismo y una gran interpretación del ser humano. Según esto, el ser humano
brota de la tierra y de sus potencialidades. En esta exposición se vislumbra
algo parecido a la evolución. Pero no se queda ahí. Se añade algo que no
procede simplemente de la tierra, ni tampoco es producto de un desarrollo
posterior, sino algo radicalmente nuevo: el aliento del mismo Dios.
Lo esencial de esta imagen es la dualidad de
la persona. Muestra tanto su pertenencia al cosmos como su relación directa con
Dios. La fe cristiana afirma que lo que aquí se dice del primer hombre es
aplicable a cada ser humano. Que cada individuo tiene un origen biológico por
una parte, pero por otra no es el mero producto de los genes existentes, del
ADN, sino que procede directamente de Dios.
El ser humano lleva el aliento de
Dios. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, es capaz de superar lo
creado. Es único. Está en los ojos de Dios y unido a Él de manera especial. Con
el ser humano se introduce realmente en la creación un nuevo aliento, el
elemento divino.
Ver este particular ser creado por Dios es muy importante para percibir la unicidad y dignidad de la persona y, con ello, la razón de todos los derechos humanos.
Confiere al ser humano el respeto a sí mismo y a los demás. En él está el aliento de Dios. No es una mera combinación de materiales, sino una idea personal de Dios.
Ver este particular ser creado por Dios es muy importante para percibir la unicidad y dignidad de la persona y, con ello, la razón de todos los derechos humanos.
Confiere al ser humano el respeto a sí mismo y a los demás. En él está el aliento de Dios. No es una mera combinación de materiales, sino una idea personal de Dios.
La cuestión es si hombre y mujer no serán
quizá dos seres esencialmente diferentes.
Sí, pero queremos oponernos a ella. Se trata
de un mismo ser humano. Y como el cuerpo no es sólo un añadido externo a la
persona, la diferencia física naturalmente es una diferencia que penetra a toda
la persona y determina, por así decirlo, dos formas de ser persona. Creo que
hay que oponerse tanto a las falsas teorías igualitarias como a las falsas
teorías diferenciales.
Es falso querer medir a hombres y mujeres
por el mismo rasero y decir que esa diminuta diferencia biológica no significa
absolutamente nada. Ésta es la tendencia hoy predominante. Personalmente me
sigue estremeciendo aún que se pretenda convertir a las mujeres en soldados
como los hombres; que ellas, que siempre han sido las guardianas de la paz y a
quienes hemos visto oponerse al deseo masculino de pelear y guerrear, vayan ahora
por ahí con ametralladoras, demostrando que pueden ser igual de belicosas.
O
que las mujeres también posean ahora el “derecho” de recoger las basuras y de
bajar a la mina –lo que en realidad no deberían hacer por su propia dignidad,
por respeto a su grandeza, a su mayor cualidad diferencial-, un derecho que
ahora se les impone en nombre de la igualdad. En mi opinión, ésta es una
ideología hostil al cuerpo y maniquea.
Ya hemos hablado de una cierta alteración de la creación.
La teoría del pecado original, que fue elaborada por san Agustín, subyace a
esta suposición. Debido a su dureza, fue muy discutida y lo sigue siendo
incluso en el seno de la Iglesia.
La historia dice que, debido al pecado de Adán, que se apartó de Dios y comió del árbol del Bien y del Mal tentado por Eva, la muerte y el pecado irrumpieron en el mundo. El Génesis afirma incluso que, de repente, los seres humanos tuvieron miedo de Dios. ¿Puede considerarse tajantemente el pecado original la característica esencial de la persona?
La historia dice que, debido al pecado de Adán, que se apartó de Dios y comió del árbol del Bien y del Mal tentado por Eva, la muerte y el pecado irrumpieron en el mundo. El Génesis afirma incluso que, de repente, los seres humanos tuvieron miedo de Dios. ¿Puede considerarse tajantemente el pecado original la característica esencial de la persona?
“Tajantemente” no, pero sí se trata de
una realidad cuyo presente podemos percibir, aunque sólo sea su origen a través
de símbolos. Un amigo mío, ya fallecido, una persona muy crítica, me comentó en
cierta ocasión: “Bueno, con tantos dogmas tengo dificultades. Pero hay algo que
desde luego no necesito creer, porque lo vivo todos los días: el pecado
original”.
En nuestras reflexiones sobre el ser
humano aparecerá siempre una línea de fractura, una cierta perturbación en la
persona, que no es la que podría ser. Esta perturbación se nos manifiesta en el
Génesis como la fecha de comienzo de la historia, por así decirlo.
En el Antiguo Testamento todavía no se dedujo de ello la teoría del pecado original, pero a partir de ahí sí que fue tomando cuerpo con claridad creciente la idea de que las personas siempre tienden al mal. Y el Dios bíblico mismo dice antes y después del diluvio:”Ya veo, son carne, son débiles, tienden al mal”.
En el Antiguo Testamento todavía no se dedujo de ello la teoría del pecado original, pero a partir de ahí sí que fue tomando cuerpo con claridad creciente la idea de que las personas siempre tienden al mal. Y el Dios bíblico mismo dice antes y después del diluvio:”Ya veo, son carne, son débiles, tienden al mal”.
La teoría del pecado original fue
elaborada por san Agustín, es cierto, pero su contenido esencial ya figura en
la Epístola a los Romanos de san Pablo. Pablo relee la historia del Génesis a
la luz de Cristo. Y comprende que esa historia del comienzo cuenta “toda” la
historia.
Desde el principio había existido en el ser humano ese orgullo de poseer la clave del conocimiento, de no necesitar a Dios y también de tener la clave de la vida, de no tener que morir, y así sucesivamente. El alejamiento de Dios provoca el ocultamiento de Dios. La confianza del amor se convierte de pronto en miedo al Dios peligroso y demasiado poderoso.
Desde el principio había existido en el ser humano ese orgullo de poseer la clave del conocimiento, de no necesitar a Dios y también de tener la clave de la vida, de no tener que morir, y así sucesivamente. El alejamiento de Dios provoca el ocultamiento de Dios. La confianza del amor se convierte de pronto en miedo al Dios peligroso y demasiado poderoso.
Uno de los interrogantes fundamentales del ser humano es
no sólo de dónde venimos, sino también cómo somos. San Agustín
plasmó esta añoranza. En conjunto, su interés, mucho antes de Sigmund Freud, se
centró sobre todo en dos cuestiones, como él mismo reconoce: “Quiero conocer a
Dios y el alma, nada más”.
La historia de la creación diferencia aquí
dos grandes reinos. El reino de las cosas corpóreas y el reino de los
espíritus. El ser humano ocupa el centro, participando por tanto de ambos
reinos. Está compuesto de cuerpo y alma, de cuerpo y espíritu. Y su alma es un
ente espiritual. Dicho en pocas palabras, ¿es ésta la dotación básica del ser
humano?
En cierto modo. El ser humano es ese puente.
Ese encuentro del mundo material y espiritual, hecho que le confiere un rango
especial en todo el entramado de la creación.
A través de la persona, la materia se
eleva al ámbito espiritual, y gracias a esta unión compatibiliza ambas cosas
entre sí. La materia ha dejado de eser una cosa junto a la que el espíritu
estaría inseparable e inmiscible. La unidad de la creación se manifiesta
precisamente en la unión de ambas cosas en el ser humano.
Esto le confiere una función muy destacada, concretamente la de ser uno de los soportes de la creación, encarnar en sí el espíritu y viceversa, contribuir a elevar la materia hacia Dios, contribuyendo de este modo a la gran sinfonía global de la creación.
Esto le confiere una función muy destacada, concretamente la de ser uno de los soportes de la creación, encarnar en sí el espíritu y viceversa, contribuir a elevar la materia hacia Dios, contribuyendo de este modo a la gran sinfonía global de la creación.
El código genético del ser humano está
prácticamente descifrado. Pero seguramente los científicos aún tendrán que
plantearse otras cuestiones: ¿dónde reside nuestra alma? ¿Lo sabe la fe?
Al igual que no se puede ubicar
geográficamente a Dios en lugar alguno, ya sea más allá de Marte o en cualquier
otro sitio, tampoco se puede radicar geográficamente el alma, ni en corazón, ni
en el cerebro, como hicieron las dos grandes corrientes antropológicas de la
antigüedad. El alma es diferente. No se puede fijar en el cuerpo, sino que
penetra en la persona entera.
El Antiguo Testamento desplegó una rica simbología
espiritual. Habla del hígado, de los riñones, del claustro materno, del
corazón, es decir, de los órganos más diversos. Todo el cuerpo está presente,
valga la expresión, en las funciones espirituales.
Los órganos expresan
simbólicamente aspectos del ser humano y de su alma, pero también muestran que
el cuerpo está animado y que el alma en conjunto se expresa de manera
específica. En este sentido cabría afirmar que existen puntos de concentración,
pero no una geografía del alma.
La conciencia, que a veces tanto nos
atormenta, ¿forma también parte del alma? ¿O la conciencia, como creen algunos,
nos ha sido inculcada por la educación?
Como es natural, la conciencia en su
funcionamiento es algo vivo. De ahí que pueda atrofiarse o madurar en el
individuo. Es innegable que el funcionamiento concreto de la conciencia también
viene determinado por las realidades sociales que me rodean. El entorno social
ofrece las ayudas para que despierte y se conforme, pero también los peligros
que la embotan o le señalan una dirección equivocada capaz de generar una falsa
conciencia, por así decirlo, ya sea escrupulosa, ya sea laxa.
¿Existen personas sin conciencia?
Me atrevo a decir que es imposible que un
ser humano mate a cualquier otro y no sepa que eso está mal; de algún modo lo
sabe. Es imposible que una persona que vea a otra en extrema necesidad no
sienta que debería hacer algo. En el hombre existe una llamada primigenia, una
sensibilidad primigenia para lo bueno y para lo malo.
Incluso cuando se intentó inculcar a los
miembros de las SS que había que matar por la raza germánica y que, en
consecuencia, era bueno, y cuando Goering dijo que nuestra conciencia se llama
Adolf Hitler y que sólo él era la norma, esa gente también sabía que no era
algo bueno.
A este respecto, esas situaciones elementales de vulneración de la humanidad ponen de manifiesto una vez más que la persona posee realmente un conocimiento elemental profundísimo e íntimo.
En este contexto, la moral no es sólo algo que se le ha inculcado externamente, sino que, en cuanto diferenciación fundamental entre el bien y el mal, forma parte de su bagaje espiritual.
A este respecto, esas situaciones elementales de vulneración de la humanidad ponen de manifiesto una vez más que la persona posee realmente un conocimiento elemental profundísimo e íntimo.
En este contexto, la moral no es sólo algo que se le ha inculcado externamente, sino que, en cuanto diferenciación fundamental entre el bien y el mal, forma parte de su bagaje espiritual.
Vayamos al fondo del asunto, como usted lo denomina, al
origen y meta de la vida, a Dios. La profesión de fe del cristianismo comienza
con la frase: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la
tierra...”. Aunque los cristianos, en la mayoría de los casos, no creen en un
poder superior, en una naturaleza superior.
Ese “creo” es un acto consciente del “yo”.
Un acto que engloba voluntad y discernimiento, iluminación y guía, que me han
sido dadas. En esto consiste la confianza o también la difusión, ese salir de
sí mismo para remitirse a Dios. Y esta remisión no se dirige a un poder
superior, sino al Dios que me conoce y me habla. Que realmente es un yo –aunque
muy superior-, al que puedo acercarme y que se me acerca.
¿A qué se refiere usted cuando dice que
Dios es también un “yo”?
Lo digo en el sentido de que es
persona. Dios no es la matemática general del universo. No está, si me permite
la expresión, embutido en el mundo a modo de espíritu. Tampoco es una armonía imprecisa de la naturaleza o
un “infinito” superior a cualquier ponderación, sino el creador de la
naturaleza, el origen de la armonía, el viviente, el Señor.
Un momento, por favor, ¿cree usted acaso
que Dios es una persona? ¿Qué puede oír, ver, sentir...?
... sí, Dios tiene lo esencial de
aquello a que nos referimos con “persona”, es decir, conciencia, conocimiento y
amor. Es, por tanto, alguien capaz de hablar y de escuchar. Esto es, creo, lo
esencial de Dios.
La naturaleza puede ser admirable. El
cielo estrellado es grandioso. Pero queda reducido a una admiración impersonal,
porque en última instancia me convierte también a mí en un pequeño elemento de
una máquina gigantesca.
El verdadero Dios, sin embargo, es más
que eso. No es sencillamente la naturaleza, sino que la precede y la sustenta.
Es un ser capaz de pensar, hablar, amar y escuchar.
Y Dios, nos dice la fe, es por naturaleza relación. A eso nos referimos cuando lo consideramos uno y trino. Por ser relación en sí, puede crear seres que son asimismo relación y que pueden remitirse a Él porque Él se ha remitido a ellos.
Y Dios, nos dice la fe, es por naturaleza relación. A eso nos referimos cuando lo consideramos uno y trino. Por ser relación en sí, puede crear seres que son asimismo relación y que pueden remitirse a Él porque Él se ha remitido a ellos.
¿Pero dónde está Dios exactamente?
Él no está en un lugar determinado, como tan
bellamente nos enseña la historia del rabino. Utilizando una formulación
positiva: no hay nada donde no esté, porque está en todo. Y negativa: en ningún
caso está donde está el pecado. Si la negación eleva a poder el no estar, ahí
no está.
Dios está en todas partes y, sin
embargo, existen distintos niveles de aproximación, porque cada nivel superior
del ser se le acerca más. Cuando comienzan la comprensión y el amor se alcanza
una nueva forma de proximidad, una nueva forma de presencia.
Por tanto, Dios está donde hay fe,
esperanza y amor, porque, al contrario que el pecado, son el ámbito en el que
nosotros nos encontramos en las dimensiones de Dios. En este sentido, Dios está
en todas partes donde acontece el bien, presente en una forma específica, y
concretamente más allá de la mera existencia eterna y ubicua.
Podemos hallar una forma más profunda de presencia suya justo cuando nos acercamos a las cualidades que se corresponden al máximo con su esencia más íntima, es decir, la verdad y el amor, el bien en general.
Podemos hallar una forma más profunda de presencia suya justo cuando nos acercamos a las cualidades que se corresponden al máximo con su esencia más íntima, es decir, la verdad y el amor, el bien en general.
Esa presencia más profunda, ¿significa que
Dios no está en algún lugar ahí fuera, en el universo, sino en medio de
nosotros, en cada persona individual?
Sí, eso lo dice ya Pablo en el areópago a
los atenienses citando a un poeta griego: “En Dios nos movemos, vivimos y somos
nosotros”.
Que nos movemos y estamos inmersos en
la atmósfera de Dios creador es aplicable, en primer lugar y en general, a
nuestra existencia biológica. Y es tanto más válido cuanto más penetramos en la
absoluta especificidad de Dios. Podemos formularlo así: cuando una persona obra
bien con otra, se acerca especialmente a Dios. Cuando en la oración alguien se
abre a Dios, entra en una proximidad especial con él.
Dios no es una magnitud determinable
según categorías físico-espaciales. No está a cien mil kilómetros de altura o a
una distancia de años luz. En lugar de eso, la cercanía de Dios es una cercanía
a categorías del ser. Donde está lo que más le representa, donde está la Verdad
y el Bien, ahí rozamos, sobre todo, al Eterno.
Pero entonces eso significa que su
presencia no es automática, que Dios no siempre está presente.
Él siempre está presente en la medida en que
sin Él yo no estaría conectado al grupo electrógeno de la existencia, si
queremos expresarlo así. En este sentido hay una sencilla presencia existencial
de Dios en todas partes. Pero la cercanía más profunda a Dios que le ha sido
dada al ser humano puede reducirse o desaparecer por completo, y a la inversa,
volverse inmensa.
En una persona completamente penetrada
por Dios existe, como es lógico, una mucho mayor cercanía íntima y presencia
divina que en alguien que se ha alejado completamente de Él. Pensemos en la
Anunciación a María. Dios quiere que María se convierta en su templo, un
templo viviente, y no solamente por la morada física. Pero su conversión en una
verdadera morada para Dios sólo es posible porque se produce la apertura íntima
a Él, porque ella, en su existencia íntima, se adecua por entero a Él.
De todos modos, hasta los teólogos hablan
de la “ausencia de Dios”.
Eso es diferente. Ya en la Sagrada Escritura
existe ese ocultamiento de Dios. Dios se oculta del pueblo desobediente.
Enmudece. No envía profetas. También en la vida de los santos existe esa noche
oscura. Son empujados, valga la expresión, a una especie de ausencia, al
silencio de Dios, como Teresa de Lisieux, por ejemplo, y entonces han de
padecer la oscuridad de los gentiles.
Pero eso no significa que Dios no
exista. Ni que carezca de poder, ni que ya no sea Amor. En esas situaciones
históricas o vitales, la incapacidad de las personas para percibir a Dios
provoca también una “oscuridad de Dios”, en palabras de Martín Buber. Y esa
incapacidad o desgana de las personas para percibir a Dios remitirse a Él
origina un aparente alejamiento de Dios.
¿Qué pasa con Hitler? ¿Fue, como piensan
algunos, “el diablo en persona”? Sartre afirmó: “El diablo es Hitler, es la
Alemania nazi”. Y la filósofa judía Hanna Arendt, refiriéndose a las crueldades
del fascismo, acuñó la famosa frase de la “banalidad del mal”.
Que una persona surgida de lo más bajo
–había vivido como un haragán y no recibió formación alguna- pueda convulsionar
un siglo, tomar decisiones políticas con demoníaca clarividencia y someter a
personas, incluso a personas cultas, es inquietante.
Hitler fue un personaje demoníaco. Basta con
leer el relato de los generales alemanes, que siempre se proponían decirle de
una vez su opinión a la cara, y que después quedaban tan subyugados por él, que
ya no se atrevían a hacerlo.
Pero analizándolo de cerca, esa misma persona que
se caracterizaba por ejercer una fascinación demoníaca, era, en el fondo, un
don nadie completamente banal. Y el hecho de que el poder del mal se asentara
precisamente en la banalidad, revela también algo de la fisonomía del mal: cuanto
mayor se hace, más mezquino se vuelve, menos grandeza encierra.
Hitler también previó situaciones de manera
casi demoníaca. Yo, por ejemplo, he leído un informe de cómo se preparó la
visita del Duce a Berlín.
Las personas encargadas del asunto plantearon sus
sugerencias, y tras largo rato, Hitler replicó: “No, todo eso no sirve para
nada. Yo veo cómo ha de hacerse”. Y, en una especie de éxtasis, lo expuso, y
así se hizo. Es decir, que en cierto modo ahí se percibe una prepotencia
demoníaca que engrandece lo banal –y banaliza lo grande-, peligrosa y
destructiva sobre todas las cosas.
Desde luego, no se puede afirmar que Hitler
fuera el demonio; era un hombre. Pero conocemos informes fiables de testigos
oculares que demuestran que mantenía una especie de encuentros demoníacos que
le hacían decir temblando:
“Él ha estado de nuevo aquí” y cosas por el estilo.
Nosotros no podemos investigarlo a fondo. Pero en cierto modo estaba inmerso en
el ámbito de lo demoníaco, y creo que así lo demuestra la manera en que ejerció
el poder, el terror y el daño que provocó.
El quinto mandamiento:”No matarás”. Casi
nadie discute el sentido de éste mandamiento. Lo único raro es que se vulnere
tan continuamente.
No hay duda de que en el ser humano existe
una evidencia primigenia de que no puede matar a otro. Incluso si he olvidado
que cualquier individuo depende únicamente de Dios, sé al menos que tiene
derecho a la vida, un derecho humano, y que dejo de ser persona si mato a uno
de mis semejantes.
Pero en casos límite ésta consideración se
torna, como vemos, cada vez más confusa. Esto es aplicable sobre todo al
comienzo de la existencia, donde la vida aún está indefensa y es manipulable.
Surge entonces la tentación de actuar atendiendo a consideraciones pragmáticas.
Se quiere escoger a quién se va a dejar sobrevivir y a quién no por
interponerse en el camino de la propia libertad y autorrealización. Cuando el
ser humano no existe aún en su forma externa, la conciencia de éste mandamiento
no tarda en extinguirse.
Lo mismo cabe decir del final de la vida.
Ahora se considera al enfermo, al que padece, una carga, y uno se convence de
que la muerte es lo mejor para él. De aquí surge el pretexto de enviarlo al
otro mundo antes de que se vuelva demasiado “pesado”, si se me permite la
expresión.
Y a partir de aquí, poco a poco se va yendo
más lejos. Hoy vuelven a aparecer ideas sobre la cría de seres humanos, que ya
conocimos en una época desdichada. Se plantea la cuestión de si los seres
humanos que ya no tienen conciencia ni pueden cumplir función social alguna
pueden ser considerados en realidad personas.
Las consecuencias desagradables progresan
con relativa rapidez, sobre todo si empiezo por la eutanasia. En el acto surge
la pregunta de a partir de cuándo una vida está tan entregada al dolor, es tan
penosa en mi opinión, que puedo extinguirla.
Es decir, que en los límites de la
vida esa conciencia moral, en realidad muy primordialmente humana, de que la
persona no puede disponer del otro, se apaga con demasiada facilidad.
Por
eso hoy hemos de defender más que nunca el contenido del quinto mandamiento: el
derecho de Dios a la vida humana, desde la concepción hasta la muerte.
Erich Fromm opina
que la faceta más importante del dar que no se refiere a cosas materiales. Una
persona da el máximo a otra cuando se da a sí misma, es decir, cuando ofrece lo
más valioso que posee, su vida. Cuando le da su alegría, su interés, su
comprensión, su conocimiento y, naturalmente, también su humor y su tristeza:
en suma, todo lo vivo que hay en ella.
Dar no puede referirse básicamente al
dinero, esto es una perogrullada. Como es lógico, el dinero puede ser muy
necesario. Pero dar sólo dinero suele hiriente para el otro. Yo lo he
comprobado una y otra vez en el Tercer Mundo. Si sólo nos mandáis dinero, te
dicen las gentes, muchas veces más que ayudarnos, nos perjudicáis.
El dinero se
malgasta deprisa en cualquier parte y empeora aún más la situación. Vosotros
tenéis que dar más. Tenéis que venir en persona, tenéis que daros a vosotros
mismos, y después contribuir a que los dones materiales que traéis se empleen
correctamente, que no sean algo sobrante de lo que os desprendéis, exonerándoos
en cierto modo de la pregunta que os planteamos de qué somos para vosotros.
Mientras sólo proporcionemos dinero o
conocimientos, siempre será demasiado poco. En éste ámbito, los misioneros, que
llevaron a Dios a las personas, que les hicieron creíble el amor, que les
regalaron un nuevo camino en la vida, que se dieron por entero a sí mismos, que
no se fueron para dos, tres años, para una aventura interesante, sino para toda
la vida, para pertenecer siempre a las personas de allí, constituyen todo un
ejemplo. Si no aprendemos de nuevo esa capacidad de autoentrega, los demás
dones serán demasiado poco.
Esto, dicho a escala mundial, también es
válido en la relación con cada persona. Existe a este respecto un hermoso
relato de Rilke. Cuenta el poeta que, en París, pasaba siempre junto a una
mujer a la que arrojaba una moneda en el sombrero. La mendiga permanecía
totalmente impasible, como si careciese de alma. Un buen día, Rilke le regala
una rosa. Y en ese momento su rostro florece. Él ve por primera vez que ella
tiene sentimientos. La mujer sonríe, luego se marcha y durante ocho días deja
de mendigar porque le han dado algo más valioso que el dinero.
Creo que este hermoso y pequeño
acontecimiento demuestra que, en ocasiones, una rosa, un gesto de interés, de
cordialidad, de aceptación del otro, puede superar con creces al dinero y a
otras dádivas materiales.
Usted dijo una vez
que Jesús era la “persona ejemplar, la persona del futuro, a través de la que
se hace visible hasta qué punto es todavía la persona el ser futuro por venir”.
¿Significa eso que el auténtico desarrollo y destino inminente de verdad en
nosotros será exactamente el que se refleja en Jesucristo?
De hecho, la apertura hacia el nuevo ser
humano se efectúa gracias a Jesucristo. En Él comenzó el auténtico futuro de la
persona, lo que está por venir, lo que puede y debe ser. Yo no diría que el ser
humano sólo puede ser un calco externo de los talentos de Jesucristo.
Pero sí
que la figura interna de Jesús, tal como se representa en toda su historia y
finalmente en su autoentrega en la cruz, simboliza con exactitud la futura
humanidad. En efecto, no es casual que hablemos de la imitación de Cristo, del
adentrarse en ese camino. Se trata, por así decirlo, de la identificación
interna con Cristo –como Él se identificó con nosotros-. Yo creo que realmente
el ser humano se encamina hacia eso.
Las grandes historias de imitación que se
suceden a lo largo de los siglos también despliegan lo que oculta la figura de
Jesucristo. Así pues, no es que aquí se nos imponga un esquematismo, sino que
lleva en su seno todas las posibilidades de la auténtica humanidad.
Vemos que
una Teresa de Lisieux, un san Juan Bosco, una Edith Stein, un apóstol San Pablo
o un Tomás de Aquino han aprendido de Jesús cómo ser persona. Todos ellos se
tornaron parecidos a Jesús, y sin embargo cada uno de ellos es distinto y
original.
Otra frase de
Jesús: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no os la doy como la da el mundo”.
Hay que interrelacionar ambas frases para
que resplandezca el sentido de las palabras de Dios. Cristo es el que trae la
paz. Y yo diría que éste es el gran lema. Pero sólo entendemos bien la paz que
trae Cristo sino la interpretamos de manera banal, como una evasión del dolor o
de la verdad y de las confrontaciones que ésta conlleva.
Si un gobierno quisiera evitar cualquier
conflicto y contentar a todos, si lo hiciera incluso una sola persona, entonces
nada funcionaría. Lo mismo sucede en la Iglesia. Si sólo intenta evitar el
conflicto para que no se produzcan agitaciones en ninguna parte, el auténtico
mensaje no llegará a su destino.
Porque este mensaje existe también para pelear
con nosotros, para arrancar al ser humano de la mentira y generar claridad,
verdad. La verdad no es en absoluto barata. Es exigente, y quema. Y es que el
mensaje de Jesús también incluye el desafío que encontramos en esa pugna con
sus contemporáneos.
Aquí no se sigue cómodamente una modalidad encontrada de
fe, una fe vanidosa, sino que se entabla la lucha con ella para romper esa
costra y que la verdad llegue a su destino.
En una ocasión
reprocha a ciudades enteras no haberse convertido: “Y tú Cafarnaúm, ¿hasta el
cielo te vas a encumbrar? Hasta el Hades te hundirás”.
Jesús se dirige aquí a ciudades muy
vinculadas a su vida y de las que Él esperaba una fe especial. Pero comprende
que aquí actúa el síndrome de la familiaridad. No le toman realmente en serio,
su fe no aumenta. Así, esos lugares se encuadran dentro de una serie de
ciudades que se han convertido en símbolo del castigo, del fracaso, de la
perdición.
Una vez más se comprueba que cuando el ser
humano o una comunidad se niegan a tomar en serio las cosas de Dios, de algún
modo el destino de Gomorra se repite. Cuando una sociedad vive alejada de la
comunión con el Dios vivo, corta las raíces internas de su socialitas.
También hoy podemos presenciar ese fenómeno.
Pensemos sólo en sociedades ateas, en los problemas que ese proceso de
descomposición provoca en los estados sucesores de la Unión Soviética tras
cincuenta años de gobierno marxista. Allí las sociedades que viven alejadas de
Dios también se arrebataron el fundamento de la vida.
En una ocasión
Jesús se mostró extremadamente enojado, incluso ofensivo, hasta con Pedro.
“¡Apártate de mí, Satanás!”, le grita, “¡quítate de mi vista! Tú quieres
perderme.”
Jesús mantiene con Pedro una relación de
confianza y cercanía, por eso tales frases están justificadas. Pedro lo acepta.
Comprende que estaba completamente equivocado. En este caso trataba de impedir
al Señor el calvario.
Le dice: “Eso desentona de tu misión, debes triunfar, no
puedes ir a la cruz”. Pedro repite, pues, la tentación del desierto que se nos
describe como la tentación de Jesús por antonomasia, la tentación de ser un
mesías del éxito, de apostar por el caballo político.
Es una tentación que reaparece una y otra
vez. Por ejemplo, cuando se quiere concebir un cristianismo marxista que origine
la sociedad ideal y definitiva. Aquí actúa la misma idea de salvación: la
humanidad se salvaría si todos tuviesen dinero y mercancías suficientes. Jesús
se opone precisamente a esta idea.
En este sentido, en el momento en que le
muestra este modelo, Pedro desempeña, valga la expresión, el papel de Satanás
en el desierto. Pedro lo comprende; aunque hasta el final tenga que afrontar
una y otra vez el escándalo de la cruz y aprender la peculiaridad de Jesús
opuesta a la otra idea, tan humana.
Continuemos con
los modelos de vida. Muchas personas creen que su vida es una especie de
película. Y que en esa banda biográfica pueden poner personalmente en escena
todos los cortes, todas las escenas.
Realmente se impone la reflexión: ¿por qué
dar rodeos en mi vida, por qué esforzarme, ponerme a buscar, ejercitar el
autocontrol o ser constante? Es decir, tomar ese difícil camino que los
discípulos recorren con Jesús. ¿Por qué la vida no debe ser simplemente fácil?
Eso sólo podrían permitírselo aquellos que
despiertan a la vida con la mesa puesta. Eso es una fantasía de las clases
acomodadas que no tiene en cuenta que para la gran mayoría de los individuos la
vida es lucha. Por eso considero ese hacerse a sí mismo un egoísmo y un
deterioro de la vocación.
Quien piensa que en él ya existe todo, y, en
consecuencia, puede nutrirse de esa plenitud y disponer de todo, se niega lo
que podría dar. En efecto, el ser humano no está solo para hacerse a sí mismo,
sino para aceptar desafíos. Todos nosotros estamos inmersos en la historia y
dependemos unos de otros.
Por eso el ser humano no sólo debería pensar
qué quiere, sino más bien preguntarse para qué es bueno y qué puede aportar.
Entonces comprendería que la realización no reside en la comodidad, en la
facilidad y en el dejarse llevar, sino en aceptar los retos, en el camino duro.
Todo lo demás se convierte en cierto modo en aburrido. Sólo la persona que se
“expone al fuego”, que reconoce en sí una llamada, una vocación, una idea que
satisfacer, que asume una misión para el conjunto, llegará a realizarse. Como
ya se ha dicho, no nos enriquece el tomar, el camino cómodo, sino el dar.
Jesús habla “del
mandar y el servir”. Cristo dice: “Sabéis que los jefes de las naciones las
dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder.
No ha
de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre
vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros,
será vuestro esclavo; de la misma manera en que el Hijo del Hombre no ha venido
a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. Servicio
y obediencia son rasgos esenciales de la doctrina de Jesús y de la vida de la
Iglesia. Esos conceptos no son hoy muy populares. ¿Qué esconden detrás?
Desde la óptica del evangelio existe
realmente un contraproyecto a la destacada tendencia vital de la modernidad,
una especie de inmodernidad saludable que nos saca de la tendencia al poder y
al mando. Y aquel que no forma parte de los poderosos, estará agradecido cuando
vea que el poderoso no se sirve personalmente en la mesa de la vida. Que
considera el poder o los bienes que le han sido dados como una misión para
convertirse en sirviente.
Creo en esas palabras sobre el grande que
debe ser servidor, y en los gestos con los que Jesús obra, está la auténtica
revolución que podría y debería cambiar el mundo. Mientras el poder y la
propiedad se consideran valores finales, el poder estará siempre dirigido
contra los demás, y las propiedades a su vez excluirán siempre a los otros.
En el instante en que llega el Señor del
mundo y ejerce la labor de esclavo con el lavado de pies –un ejemplo de que nos
lava la vida entera a través de los pies-, percibimos una imagen completamente
distinta. Dios, que es el poder por antonomasia, no desea pisotearnos, sino que
se arrodilla ante nosotros para impulsarnos hacia lo alto.
El misterio de la
grandeza de Dios se manifiesta precisamente en su capacidad de humildad. No
necesita dirigirse al trono y sentarse en él. De ese modo, Dios quiere apretarnos
de nuestras ideas de poder y de dominio. Nos enseña que lo pequeño es realmente
que yo pueda mandar sobre una multitud y tener todo lo que deseo, y que lo
grande es ponerse al servicio de los demás.
Aceptarlo es y seguramente seguirá siendo
una revolución. Ésta nunca está hecha del todo, porque exige una continua
conversión íntima, pero es la conversión más salutífera y esencial que existe.
Sólo cuando el poder y la relación con la propiedad se transforman desde dentro
y aceptamos la figura vital de Jesús, que asume con todo su ser el acto de
lavar los pies, es posible salvar al mundo y propiciar la verdadera convivencia
entre los seres humanos.
Jesús simboliza cómo deberíamos ser y hacia
dónde debemos tender.
“Los no católicos
están acostumbrados a considerar el culto mariano un menos cabo a Jesús”, dijo
el gran cardenal inglés John Henry Newman. Y hoy los escépticos creen que un
excesivo culto a María desplaza el auténtico núcleo del cristianismo, es decir,
el mensaje de Cristo.
No debemos olvidar una cosa: en las
misiones, lo que siempre ha influido en las personas, haciéndolas accesibles a
Cristo, ha sido la madre. Esto es especialmente aplicable a Sudamérica. Allí el
cristianismo llegó, en parte, con presagios fatales debido a la espada de los españoles.
En México al principio era imposible conseguir algo, hasta que sucedió el
acontecimiento de Guadalupe y, a través de la madre, de repente también se
volvió más cercano el Hijo.
Fue el notable
hallazgo de un cuadro de la Virgen. Puede decirse que provocó un cambio radical
sin el cual la cristianización del continente habría sido inimaginable.
Cierto, y de pronto la religión cristiana ya
no exhibe el rostro cruel de los conquistadores, sino la faz bondadosa de la
madre.
En Sudamérica actúan hasta la fecha estos
dos focos de la piedad popular: por una parte, el amor a la madre de Dios; por
otra, la identificación con el Cristo sufriente. En esas dos figuras, que
simbolizan la fe, las personas han logrado entender que ése no es el Dios de
los conquistadores, sino el verdadero Dios, que también es su Salvador.
Por eso
es tan cara María para los católicos latinoamericanos. Y desde nuestra
perspectiva más racional no deberíamos reprocharles que hayan falseado por ello
el cristianismo. Precisamente en ese punto lo han percibido correctamente.
Porque han visto la verdadera faz de Dios, que desea salvarnos y no está de
parte de los destructores. De ese modo ellos llegaron a hacerse cristianos
según su leal saber y entender, sin tener que soportar ese mensaje como una
religión colonial, valga la expresión.
Tomemos una de
esas obras: “Vestir al desnudo”. Seguro que no alude a donativos de ropa usada.
Como es lógico, esas palabras tienen un
sentido más amplio. Aunque un donativo de ropa usada, si sale del corazón,
también puede ser bueno; tampoco hay que minusvalorar las cosas pequeñas. Pero
aquí hay en juego algo más. Se trata, por una parte, siempre de algo en
concreto.
No sólo de amar en teoría y mandar una transferencia de dinero
ocasional, sino de tener los ojos abiertos para ver dónde me necesitan las
personas en mi vida. Esto suele ser incómodo, no agrada. Pensemos en el rabino
y el levita, que pasan de largo junto a la persona robada. Seguramente tienen
una cita importante o les atemoriza que pueda sucederles algo a ellos mismos si
se detienen demasiado en esa zona inquietante. Siempre hay un motivo.
La parábola de Jesús sobre el juicio, por el
contrario, al igual que ese catálogo de obras de la caridad corporal, nos dice
muy concretamente: no solo he de abrazar a toda la humanidad, sino que también
tengo que ayudar a la persona necesitada allí donde la encuentre, aunque no
tenga tiempo en ese momento o crea que carezco de medios para hacerlo. Debo
pensar en el caso individual y no sólo en las grandes acciones.
Esto diferencia también la exigencia de amor
cristiana de la marxista, que solo se interesa por la planificación a gran
escala, por la modificación estructural, y pasa por alto el caso individual.
Pero lógicamente también significa que hay que ocuparse de los sistemas
mayores, que hay que intentar practicar no sólo la caridad individual, por
importante que sea, sino contribuir a que esas personas mejoren sus
posibilidades.
De aquí surgió en la Iglesia el sistema hospitalario, las
escuelas para pobres y muchas cosas más. En ese sentido ambas cosas van unidas:
tanto la mirada a mi verdadero prójimo, al que no puedo soslayar con mis
grandes planificaciones estructurales, como la superación de estructuras
injustas y una ayuda estructural a aquellos que, por así decirlo, necesitan
vestido.
Además de las
obras de caridad corporales, están también las siete obras de caridad
espirituales. Dicen así: dar consejo al que lo necesita, enseñar a los
ignorantes, corregir al que se equivoca, consolar a los afligidos, perdonar las
ofensas, soportar con paciencia los defectos del prójimo y rezar a Dios por los
vivos y los muertos.
Es importante que la caridad no se refiera
sólo a cosas materiales. Ocuparnos únicamente de lo material es insuficiente.
Por eso en la ayuda al desarrollo, los perspicaces siempre han comprendido lo
importante que es dar a las personas la formación que las capacite para tomar
las riendas de las cosas.
Sólo ayudar al espíritu, a la persona entera,
constituye una auténtica ayuda. De ahí la tremenda importancia de llevar a Dios
a las personas. Crear normas morales es incluso la obra de caridad prioritaria.
Tomemos otra:
“Enseñar al que no sabe”. Creo que en general los afectados no experimentan esa
enseñanza como una obra de caridad.
Sigamos con la ayuda al desarrollo en
Latinoamérica. Allí, tanto la Iglesia como las agrupaciones de izquierdas han
convertido las campañas de alfabetización en un elemento fundamental de su
actividad. ¿Y por qué? Mientras las personas son ignorantes, son dependientes.
No pueden salir por sí mismas de dicha condición, padecen una especie de
esclavitud.
Sólo facilitar su acceso a los bienes de la educación supone una
verdadera ayuda, porque entonces pueden alcanzar la misma categoría y
desarrollar correctamente su país, su sociedad. Así pues, la obra de caridad de
enseñar al que no sabe ha sido experimentada por las personas de tal forma que
con ella se les facilita el acceso al mundo espiritual, la llave de lo que hoy
mueve al mundo.
Recordemos los anteriores movimientos
equivalentes en Europa, como por ejemplo el de Jean-Baptiste de Lasalle, que
creó en Francia las escuelas para pobres, a quienes hasta entonces se había
obligado a permanecer durante generaciones y generaciones en un estado de
dependencia, y constituía una gran oportunidad de estudiar.
La posibilidad
fundamental de ofrecer estudios, de abrir la puerta del ámbito intelectual, es
la obra elemental de la caridad espiritual –ciertamente presuponiendo que a
ello vaya unido no sencillamente enseñar a leer, sino introducir esa lectura en
un contexto espiritual pleno de sentido, es decir, no transmitir a la gente una
pura ideología, sino abrirles también el camino de la fe.
Para sus
seguidores de Jerusalén debió de suponer una conmoción: el Mesías, que devolvía
la vista a los ciegos y resucitaba a los muertos, de pronto permitía que los
esbirros del poder lo humillasen, ofendiesen y clavasen en la cruz. Algo
absolutamente inexplicable: ¿por qué Dios tuvo que sufrir y morir para salvar a
su propia criatura?
El misterio de Dios es que no entra en el
mundo para establecer el orden social justo mediante el poder. Ha bajado para
sufrir con nosotros y por nosotros.
En última instancia, jamás acertaremos a
comprender del todo este misterio. Pese a todo, es lo más positivo que se nos
ha dicho sobre Dios: Dios no reina simplemente gracias al poder. Dios ejerce su
poder de forma diferente a los mandatarios humanos.
Su poder consiste en
compartir el amor y el sufrimiento, y el verdadero rostro de Dios aparece
precisamente en el sufrimiento. Dios comparte en el sufrimiento la injusticia
del mundo, de forma que en las horas sombrías podemos sabernos lo más cerca
posible de Él.
Dios se empequeñece para que podamos
tocarle. Para que nosotros, los seres humanos, resistamos al principio opuesto,
el principio del orgullo y del endiosamiento. Viene a conmover nuestro corazón.
Un Mesías apenas
puede dejar a sus seguidores una hipoteca mayor que Jesús. Él se deja humillar,
torturar y finalmente matar. Y nada sucede. Ningún comando de liberación lo
arranca de las manos de sus torturadores, ni el supuesto Hijo de Dios baja de
la cruz.
Y tampoco todo el mundo cree la noticia de su resurrección. Ahora sus
discípulos están en Jerusalén. Viven en parte de donativos. Aunque dicen que entre
los primeros cristianos reinaba el espíritu del amor y de la fraternidad:
“Todos eran un solo corazón y una sola alma. Entre ellos no había necesitados”.
¿Cómo imaginarnos esa Iglesia primitiva? ¿Era una especie de comuna?
La comparación con la comuna se ha utilizado
en numerosas ocasiones. Es desacertada en la medida en que no se trata de una
organización estatal obligatoria, sino de una comunidad que se forma a partir
de la íntima libertad de la fe, de la misión encomendada a los apóstoles en
Pentecostés.
La historia de los apóstoles nos describe
cómo esa palabra penetra en el corazón de las personas, conmoviéndolas y
transformándolas. Perciben que están en presencia de algo realmente nuevo, algo
que esperamos; hemos de cambiar, convertirnos. Nos cuentan que en un solo día
bautizaron a tres mil personas. Y así surge esa primera Iglesia primitiva que
vive todavía del entusiasmo original del Espíritu Santo, del contacto directo
con el día de Pentecostés.
Esas personas son una obra ejemplar –pero no
aplicable en todas partes- de la solidaridad en la fe: no puede haber pobres, y
ellos comparten entre sí un solo corazón y una sola alma. A lo largo de la
historia, este modelo se ha convertido siempre en un acicate contra una Iglesia
aburguesada, absorbida por las normas mundanas.
También el monacato surgió, entre otras
fuentes, de esta reivindicación. San Agustín convirtió esa palabra de la
comunidad basada en un solo corazón y en una sola alma en el núcleo de su
regla. Con ello quiso al menos mantener viva la llama de la Iglesia primitiva
en ese pequeño círculo, ejemplarmente situado en el centro de su diócesis.
Como
ya se ha apuntado, y esto se evidencia rápidamente en el crecimiento posterior
de la Iglesia ya en época de los apóstoles, la Iglesia primitiva no es un
modelo que pueda encasquetearse a todo
el mundo, pero es y sigue siendo un acicate. En realidad, en la Iglesia no
debería haber pobres. Entre los creyentes no debería haber nadie completamente
abandonado a su suerte. Y eso constituye un reto que hoy nos afecta de manera
muy concreta.
La mayoría de los
jóvenes dudan hoy en día entre si contraer matrimonio o iniciar una convivencia
más bien libre. El Estado, por su parte, intenta equiparar al matrimonio de las
uniones de hecho y las parejas homosexuales. Se plantea la pregunta: ¿por qué
tiene que ser el matrimonio la única forma aceptable de convivencia?
Por un lado, sólo un ámbito de fidelidad
realmente sólido es adecuado a la dignidad de esta convivencia humana. Y no
sólo en lo que respecta a la responsabilidad frente al otro, sino también
frente al futuro de los hijos que surgen de ella. En este sentido, el
matrimonio nunca es un asunto exclusivamente privado, sino que tiene carácter
público, social. De él depende la configuración fundamental de una sociedad.
Últimamente también se percibe esto, cuando
convivencias no matrimoniales adquieren ciertas formas legales. Aunque se las
considera formas de unión menores, tampoco éstas pueden pasar sin la
responsabilidad pública, sin la inclusión en lo común de la sociedad. Y en ese
mero hecho manifiesta la inevitabilidad de una regulación pública y jurídica y,
en consecuencia, social, aun cuando se crea que hay que introducir niveles
inferiores.
Segundo aspecto por considerar: cuando dos
personas se entregan mutuamente y, juntas, dan vida a los hijos, también está
afectado lo sagrado, el misterio del ser humano, que trasciende mi propia
autodeterminación. Sencillamente, yo no me pertenezco sólo a sí mismo.
Cada
persona alberga el misterio divino. Por eso la convivencia de hombre y mujer
también se adentra en lo religioso, en lo sagrado, en la responsabilidad ante
Dios. La responsabilidad ante Dios es necesaria, y ésta hunde precisamente en
el sacramento sus raíces más auténticas y profundas.
Por eso todas las demás formas son
modalidades alternativas que en última instancia pretenden sustraerse de alguna
manera tanto a la responsabilidad mutua como al misterio del ser persona –de
ahí que introduzcan en la sociedad una labilidad que traerá consecuencias.
La cuestión de la pareja homosexual es un
tema muy diferente. Pienso que cuando, en un matrimonio, en una familia, ya no
cuenta que sean hombre y mujer, sino que se equipara la igualdad de sexo a esa
relación, se está vulnerando el tipo fundamental de la construcción de la
persona.
De este modo una sociedad se enfrentará a la larga a grandes
problemas. Si escuchamos la palabra de Dios debemos dejarnos regalar sobre todo
la iluminación de que la convivencia de hombre, mujer e hijos es algo santo. Y
una forma adecuada de sociedad da resultado si considera a la familia, y con
ello a la forma de unión bendecida por Dios, la manera correcta de ordenar la
sexualidad.
Palabra clave:
crecimiento de la población. A la Iglesia se le reprocha que, con su rigurosa
política de prohibición de medios anticonceptivos en el Tercer Mundo, está
provocando graves problemas que llegan hasta la auténtica miseria.
Esto es un completo disparate, por supuesto.
La miseria se produce por la quiebra de la moral, que antes ordenaba la vida en
las organizaciones tribales y en la comunidad de los cristianos creyentes,
excluyendo de ese modo la enorme miseria que contemplamos hoy. Reducir la voz
de la Iglesia a la prohibición de anticonceptivos es un desorden grave basado
en una visión del mundo completamente trastornada, como demostraré enseguida.
La Iglesia predica sobre todo la santidad y
la fidelidad del matrimonio. Y cuando su voz es escuchada, los hijos disponen
de un espacio vital en el que pueden aprender el amor y la renuncia, la
disciplina de la vida recta en medio de cualquier pobreza. Cuando la familia
funciona como ámbito de fidelidad, existe también la paciencia y respeto mutuos
que constituyen el requisito previo para el uso eficaz de la planificación
familiar natural.
La miseria no procede de las familias grandes, sino de la
procreación irresponsable y desordenada de hijos que no conocen al padre y a
menudo tampoco a la madre y que, por su condición de niños de la calle, se ven
obligados a sufrir la auténtica miseria de un mundo espiritualmente destruido.
Por lo demás, todos sabemos que hoy la rápida propagación del sida en África
está provocando justo el peligro opuesto: no la explosión demográfica, sino la
extinción de tribus enteras y la despoblación de muchas regiones.
Por otra parte, cuando pienso que en Europa
se pagan primas a los agricultores por matar a sus animales, por destruir
trigo, uva, frutas de todo tipo, porque al parecer ya no se puede controlar la
superproducción, me parece que esos sabios ejecutivos, en lugar de aniquilar
los dones de la creación, harían mejor en reflexionar cómo conseguir que
redundasen en provecho de todos.
No generan la miseria aquellos que educan a
las personas para la fidelidad y el amor, para el respeto a la vida y la
renuncia, sino los que nos disuaden de la moral y enjuician de manera mecánica
a las personas: el preservativo parece más eficaz que la moral, pero creer
posible sustituir la dignidad moral de la persona por condones para asegurar su
libertad, supone envilecer de raíz a los seres humanos, provocando justo lo que
se pretende impedir: una sociedad egoísta en la que todo el mundo puede
desfogarse sin asumir responsabilidad alguna.
La miseria procede de la
desmoralización de la sociedad, no de su moralización, y la propaganda del
preservativo es parte esencial de esa desmoralización, la expresión de una
orientación que desprecia a la persona y no cree capaz de nada bueno al ser
humano.
Decía usted que
Dios nos dará en el Más Allá un nuevo cuerpo: ¿significa esto que nadie será
como era?
La resurrección en el día del juicio final
es, en cierto sentido, una nueva creación, pero preservará la identidad de la
persona en cuerpo y alma. Santo Tomás dice al respecto que el alma es la fuerza
moldeadora del cuerpo, la que crea el cuerpo.
Por tanto, identidad significa
que el alma, a la que mediante la resurrección se le regala de nuevo su
capacidad moldeadora, construye también un cuerpo idéntico desde dentro.
Especular con el aspecto exacto que puedan tener la corporalidad y la materialidad
de los resucitados me parece, en cualquier caso, inútil.
Bibliografía
Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Creer
y vivir en nuestra época (una conversación con Peter Seewald). Las
opiniones de Benedicto XVI sobre los grandes temas de hoy, Debolsillo,
Barcelona, 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario