Yo
viví la bomba atómica
El Padre Pedro Arrupe, S.J.
(1907-1991)
(1907-1991)
Por
Bernardo López Ríos *
* Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia Católica
Satanás…
habrá conseguido seducir a los espíritus de los grandes científicos y será el
momento en que ellos intervendrán con armas potentísimas con las cuales es
posible destruir gran parte de la humanidad
Revelaciones
Marianas a
Teresa Musco,
13 de agosto de 1951
Teresa Musco,
13 de agosto de 1951
Si hacéis lo que os
digo se salvarán muchas almas y habrá paz. La guerra va a terminar. Pero si no
dejan de ofender a Dios, en el Pontificado de Pío XI comenzará otra peor.
Cuando viereis una noche iluminada por una luz desconocida (esto
ocurrió en Enero 28, 1938), sabed que es
la señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por
medio de la guerra, del hambre y de persecuciones de la Iglesia y del Santo Padre.
Extracto
del Mensaje de la
Santísima Virgen en Fátima, Portugal, 1917.
Preámbulo
La emergencia nuclear en la central de Fukushima que vive Japón recuerda lo sucedido en la filmación de la cinta The Conqueror, realizada en el Desierto de Utah, en la que 91 personas del staff desarrollaron algún tipo de cáncer tras grabar en una zona de pruebas nucleares.
El conquistador de Mongolia (The Conqueror, 1956), es conocida en los bajos mundos como la “película radioactiva”.
Esa
fama se la ganó por la muerte, años más tarde, de casi cien personas que
participaron en el filme, incluyendo al protagonistas John Wayne, la ganadora
del Oscar Susan Hayward, Agnes Moorehead, John Hoyt y el mexicano Pedro
Armendáriz.
En el Campo de Pruebas de Nevada se llevaron al cabo
pruebas nucleares diversas durante 41 años, de 1951 a 1992. Se hicieron explotar
bombas atómicas que desparramaron polvo radiactivo en por lo menos un área de
300 kilómetros a la redonda.
Estaba en un lugar llamado Yucca Flats, pero tuvieron que morir cientos, o tal vez miles de personas para que lo cerraran. La “película de la muerte” hizo sonar la voz de alarma.
Estaba en un lugar llamado Yucca Flats, pero tuvieron que morir cientos, o tal vez miles de personas para que lo cerraran. La “película de la muerte” hizo sonar la voz de alarma.
Fue filmada en 1956 en el estado de Utah, en un lugar
conocido como el Desierto de Escalante cercano al Campo de Pruebas de Nevada,
con un enorme aparato de producción y un elenco de artistas famosos. La produjo
“El Aviador”, Howard Hughes, y la dirigió Dick Powell, que por cierto, entonces
era esposo de la actriz June Allyson.
Encabezaron el reparto John Wayne, Susan Hayward, Pedro
Armendáriz, Agnes Moorehead, Lee Van Cleef y William Conrad.
El caso es que a los pocos meses empezaron a morir de
cáncer. De 220 personas que integraban el personal que fue a filmar, al llegar
1984 habían muerto 150 de tal enfermedad, según la revista People.
Las radiaciones que los afectaron persistieron en los
estudios de filmación, porque el productor ordenó llevar a estos toneladas de
arena del desierto en que filmaron las escenas de exteriores para terminar las
que faltaban.
Hay inclusive fotos de Wayne haciendo uso del Contador Geiger mientras descansaba de la filmación en Utah. No tenían idea de lo que la radiactividad les iba a ocasionar.
Hay inclusive fotos de Wayne haciendo uso del Contador Geiger mientras descansaba de la filmación en Utah. No tenían idea de lo que la radiactividad les iba a ocasionar.
Yo
viví la bomba atómica
La
mañana del 6 de agosto de 1945, el Padre Pedro Arrupe, S.J., se encontraba en
el noviciado de Nagatsuka, junto con otros 35 jóvenes y varios padres jesuitas.
La casa del noviciado se ubicaba a unos seis kilómetros de lo que sería el
centro de la explosión atómica.
Hiroshima era una ciudad de
unos 400 mil habitantes. Su corte completamente japonés, aunque en ella no
faltaban, sobre todo en el centro, buenos edificios de cemento armado.
Militarmente Hiroshima tenía
mucha importancia: era el segundo cuartel general de las tropas japonesas, y su
puerto uno de los principales para el traslado de divisiones armadas. Antes del
desembarco de los americanos, pasaban semanalmente por Hiroshima muchos miles
de soldados.
Los jesuitas teníamos en
Hiroshima dos casas: una en el centro mismo de la ciudad, que era la parroquia,
y otra a unos seis kilómetros del centro de la explosión atómica, que era el
Noviciado de Nagatsuka, para los novicios japoneses. Allí me encontraba yo con
otros treinta y cinco jóvenes jesuitas.
Sin
embargo, la ciudad de Hiroshima había permanecido prácticamente ajena a los
bombardeos que las escuadras de aviones estadunidenses realizaban
constantemente sobre ciudades como Kure e Iwakuni, entre otras.
Es
el propio Padre Arrupe quien nos relata lo que ocurrió aquella mañana trágica
del 6 de agosto de 1945:
Estaba yo en mi cuarto con
otro Padre, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando de repente vimos una luz
potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos.
Naturalmente, extrañados,
nos levantamos para ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del aposento
–éste daba hacia la ciudad- oímos una explosión formidable, parecido al mugido
de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales,
paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas.
Nos tiramos, o fuimos
tirados al suelo. Y digo fuimos tirados, porque un padre alemán de más de 90
kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su cuarto y se encontró de
pronto sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, leyendo un libro.
Seguí sobre nosotros la
lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro segundos que nos
parecieron mortales, porque cuando se teme que una viga se caiga en la cabeza y
le aplaste a uno el cerebro, el tiempo se hace muy largo.
¿Una bomba en el jardín?
Cuando pudimos ponernos en
pie, fuimos a recorrer la casa. Yo tenía la responsabilidad de los treinta y
cinco jóvenes que estaban bajo mi dirección. No encontré a ninguno herido, ni
siquiera con el menor rasguño.
Salimos al jardín, para ver
dónde había caído la bomba, pues nadie dudaba que esto hubiese sucedido; pero
al llegar y recorrerlo todo, nos miramos extrañados unos a otros: allí no había
ningún hoyo, ni ninguna señal de explosión. Los árboles, las flores, todo,
aparecía normal.
Estábamos recorriendo los
campos de arroz que circundaban nuestra casa para encontrar el sitio de la
bomba, cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se
levantaba una densa humareda, entre la que se distinguían, claramente, grandes
llamas.
Subimos a una colina para
ver mejor, y desde allí pudimos distinguir en donde había estado la ciudad,
porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada.
Como las casas eran de
madera, papel y paja, y era la hora en que todas las cocinas preparaban la
primera comida del día, con ese fuego, y los contactos eléctricos, a las dos
horas y media de la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego.
“Pika-don”
Los japoneses, que no sabían
que no sabían que había explotado la primera bomba atómica, con esa prodigiosa
armonía imitativa de su lenguaje, designaron este nuevo fenómeno con la palabra
“Pika-Don”. “Pika” era para ellos el fogonazo, y “don” el ruido de la
explosión. Aun ahora, al hablar de la bomba atómica, muchos siguen llamándola
Pika-Don…
Nosotros, sin podernos
explicar tampoco qué había pasado allí, intentamos entrar en la ciudad; pero
era imposible: aquello era un mar de fuego sobre una ciudad reducida a
escombros…
En estas condiciones estaba
la ciudad a los pocos momentos de la explosión. Apenas se podía avanzar entre
tanta ruina. Pero otra de las causas que entorpecía nuestra marcha era la
cantidad sin número de personas que iban saliendo penosamente de aquel
infierno.
Huían a duras penas, sin
correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes,
porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían.
Nunca se me olvidará, porque
fue una de mis impresiones primeras de la bomba atómica, aquel grupo de
muchachas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían agarradas unas a
otras, arrastrándose.
Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, la tercera… en una progresión que si se continúa hasta 150.00 nos dará una idea aproximada del cuadro de Hiroshima.
Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, la tercera… en una progresión que si se continúa hasta 150.00 nos dará una idea aproximada del cuadro de Hiroshima.
Hospital improvisado
Los
jesuitas, al constatar el grado de destrucción y muerte que en segundos
esparció aquella sola bomba, improvisaron un hospital en la casa del noviciado.
Habiendo estudiado medicina, el Padre Arrupe y sus compañeros hicieron
esfuerzos verdaderamente heroicos para salvar vidas, aunque la magnitud de
aquel cruel acto de guerra los superaba en todos los sentidos.
En
ese pequeño hospital lograron acomodar a más de 150 heridos, de los cuales
lograron salvar a casi todos. Eso fue apenas en los primeros dos días
posteriores a la explosión, ya que antes de eso les fue imposible a los padres
ingresar en lo que había sido la ciudad de Hiroshima, a donde acudieron para
intentar prestar más ayuda.
Limpiaban
y cubrían heridas, inmovilizaban fracturas, realizaban dolorosas punciones y
curaciones en las horrendas ámpulas causadas por las quemaduras que muchas de
las víctimas presentaban. Aquellos jesuitas fueron de los primeros testigos en
constatar los devastadores efectos de una explosión atómica sobre los seres humanos:
Seguíamos buscando medio de
entrar en la ciudad, pero era imposible. Entonces hicimos lo único que se puede
hacer ante una hecatombe como ésta: caer de rodillas y orar pidiendo luz al
cielo, al verse uno desprovisto de todo auxilio humano.
Al fin, acordándome que
había estudiado medicina hacía muchos años, volví corriendo a casa para buscar
alguna ayuda.
El botiquín lo encontré
debajo de los escombros, con las puertas deshechas: de entre las ruinas fui
sacando un poco de yodo, otro poco de aspirina, sal de frutas y bicarbonato.
Esos eran mis poderes, cuando estaban esperando 200 mil víctimas a quienes
auxiliar.
¿Qué hacer? ¿Por dónde
empezar?
Caí de nuevo de rodillas y
me encomendé a Dios Nuestro Señor.
Allí fue donde Él me ayudó
de una manera especialísima, no con medicinas, sino con una idea, que sin duda
hoy hará sonreír a cualquier médico que lea esto: la de lograr a todo trance,
ante la evidente falta de medios, ayudar a la naturaleza para ponerla en
condiciones de reaccionar por sí misma.
Para eso limpiamos como
pudimos la casa y tratamos de acomodar en ella a todos los enfermos y heridos
que nos fue posible, en total más de ciento cincuenta.
Para conseguir nuestro fin
lo primero que había de hacerse era preocuparse de la alimentación, no sólo de
la ordinaria, sino una sobrealimentación que diera a aquellos organismos
energía para reaccionar contra las hemorragias, la fiebre y la supuración de
las quemaduras.
Nuestra gente joven, con
bicicletas o a pie, se lanzó por los alrededores de Hiroshima. Sin saber cómo
ni de dónde fueron trayendo consigo lo que en cuatro años no habíamos ni
siquiera visto: pescado, carne, huevos, mantequilla… Con ello pudimos atender a
nuestros enfermos.
El éxito acompañó a nuestros
esfuerzos, porque casi sin darnos cuenta estábamos desde el principio atacando
aquella anemia y leucemia que iba a desarrollarse en la mayoría de los heridos
por haber sido atacados por las radiaciones atómicas.
Por eso nos podemos gloriar
de que de todos los hospitalizados en casa desde el principio ninguno murió, si
se excluye a un niño, que atacado de meningitis a causa del aumento de presión
de líquido cefalorraquídeo, falleció al día siguiente. Los demás se salvaron
todos.
Efectos somáticos
Mientras la gente joven se
encargaba de recoger por todas partes alimentos, yo procuraba poner aquellos
organismos en condiciones de reaccionar de un modo un poco más científico. Ante
todo era necesaria la limpieza de aquella triple clase de heridas.
1.
Heridas
de contusión producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de
huesos, cortes, no como los de un sable o una bala, que dejan limpios los
labios de la herida, sino como los producidos por el desplome de un tejado,
derrumbándose la madera carcomida, las tejas y las vigas despedazadas sobre la
víctima indefensa. En sus músculos desgarrados más que cortados quedaban
incrustados la tierra, el serrín…
Había
que limpiar aquellas heridas en carne viva y además a sangre fría por la falta
absoluta de cloroformo, éter, morfina o cualquier anestésico que mitigara un
poco aquellos terribles dolores.
2. Otras heridas eran producidas por
fragmentos de vidrio o madera incrustados en el cuerpo sin especial
desgarramiento muscular.
3.
Al
tercer grupo pertenecían las quemaduras, terribles muchas veces, como por
ejemplo las de aquel que se me presentó a las pocas horas de la explosión con
una ampolla que le cogía todo el pecho hasta el bajo vientre y otra igual en la
espalda. Cuando se preguntaba a alguno cómo se había quemado de esa manera, la
respuesta era siempre la misma: había quedado debajo de los edificios al
derrumbarse éstos; habían comenzado luego a arder las casas y se había quemado
mientras luchaba por salir de entre los escombros.
Esto era natural; pero había otra clase de quemaduras cuyo origen nadie se explicaba.
Al preguntarle a uno:
- Usted, ¿cómo se ha quemado?
Recuerdo que me contestó:
- Yo no me he quemado, Padre
- Entonces, ¿qué le ha pasado?
- No lo sé. He visto una luz, una
explosión terrible y no me ha sucedido nada, pero al cabo de media hora he
sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y al
cabo de cuatro o cinco, era ya una quemadura que un día después empezó a
supurar. Y esto sin fuego…
Era desconcertante. Hoy ya
sabemos que se trataba de los efectos de las radiaciones infrarrojas que atacan
los tejidos y producen no sólo la destrucción de la epidermis y de la
endodermis, sino también la del tejido muscular, originando aquellas
supuraciones causa de tantos muertos y también de tanta desorientación para
nosotros.
Para limpiar las heridas
había que punzar y abrir las ampollas.
Por eso, a las cuatro horas
y media de trabajo teníamos en casa a ciento cincuenta personas con un tercio o
la mitad de la superficie de la piel en carne viva.
Además el trabajo era
penoso, pues cuando se produce una ampollita por la rozadura de un zapato, por
ejemplo, se hace una punción con un alfiler y sale una gotita de agua. Pero
cuando en una ampolla que ocupa medio cuerpo se hace la punción, salen más de
ciento cincuenta centímetros cúbicos.
Al principio usábamos
cubetas niqueladas, pero desde la tercera cura, viendo todo lo que teníamos
delante, empezamos a utilizar los calderos y baldes que encontrábamos por la
casa.
Sufrimientos espantosos,
dolores terribles que hacían retorcerse a los cuerpos como serpientes y, sin
embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio.
Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe.
Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe.
En el teatro de la tragedia
Por fin pudimos entrar en la
ciudad. Como ocurre siempre en los grandes incendios, se desarrolló una
cantidad enorme de vapor de agua que terminó por condensarse en lluvia
torrencial. Así se apagó, al menos, la parte superior de los escombros.
Eran la cinco de la tarde.
Ante los ojos espantados un espectáculo sencillamente indescriptible; visión
dantesca y macabra imposible de seguir con la imaginación. Teníamos delante una
ciudad completamente destruida, por la que íbamos avanzando sobre los escombros
cuya parte inferior estaba aún llena de rescoldos. Cualquier descuido podía
sernos fatal.
Pero mucho más terrible era
la visión trágica de aquellos miles de personas heridas, quemadas, pidiendo
socorro. Como aquel niño con quien me tropecé que tenía un cristal clavado en
la pupila del ojo izquierdo, o aquel otro que tenía clavada en los
intercostales, como si fuese un puñal una gruesa astilla de madera.
Sollozando gritaba:
- ¡Padre, sálveme que no puedo más!
O aquel otro cogido entre
dos vigas y con las piernas completamente calcinadas hasta la rodilla.
Así íbamos avanzando, cuando
vimos de pronto venir hacia nosotros a un joven corriendo como loco, mientras
pedía socorro: hacía ya veinte minutos que oía las voces de su madre, sepultada
viva entre los escombros de su casa.
Las llamas estaban ya calcinando su cuerpo y en tanto él hacía imposibles esfuerzos para separar las grandes vigas de madera que la tenían aprisionada.
Las llamas estaban ya calcinando su cuerpo y en tanto él hacía imposibles esfuerzos para separar las grandes vigas de madera que la tenían aprisionada.
Más impresionantes eran aún
los gritos de los niños llamando a sus padres. Otros habían perecido, como las
doscientas alumnas de un colegio. El tejado se les había derrumbado encima sin
que una sola se escapase de las llamas.
En la orilla del río
A eso de las diez de la
noche pudimos, por fin, encontrar a nuestros Padres de la Residencia. Los cinco
estaban heridos. El Padre Schiffer, sin estarlo gravemente, se hallaba
moribundo. Tenía una herida en la cabeza, y para cortar la hemorragia, como no
encontraban a mano otra cosa, le hicieron un gran turbante de papeles de
periódicos y una camisa.
Pero no se habían dado
cuenta de otra herida que tenía detrás del pabellón de la oreja: un trozo de
cristal le había cortado una pequeña arteria y estaba desangrándose poco a
poco.
Fabricando con una madera
sin cepillar, y unos bambúes, una camilla, nos dispusimos a llevarlo a
Nagatsuka.
Él, haciendo un gesto de
dolor, pero sonriendo a la japonesa, me dijo:
- Padre Arrupe, ¿podría mirarme la
espalda? Debo tener algo en ella.
Lo volvimos boca abajo y a
la luz de una antorcha vimos que, en efecto, estaba completamente acribillado
con trozos de cristal.
Con una navaja de afeitar
-¡quién pensaba entonces en bisturí!- le saqué más de cincuenta fragmentos.
Después de esta operación, avanzando lentamente a través de la ciudad, a
oscuras, comenzamos el viaje hacia el Noviciado.
Cada cien metros teníamos
que parar para descansar un poco nosotros y él. En uno de estos altos forzados
sentimos cerca de nosotros ayes lastimeros, como de un moribundo. No
conseguíamos encontrar el sitio de donde provenían, cuando uno, aguzando el
oído, dijo:
- Es debajo donde está gritando.
Efectivamente, nos habíamos
detenido sobre un tejado derruido. Apartando las tejas nos encontramos a una
anciana con medio cuerpo quemado. Allí había estado sepultada todo el día y ya
apenas tenía un hilito de vida. La sacamos de allí y falleció al momento.
Aún nos faltaba por ver
muchas escenas de horror aquella noche. Al llegar al río el espectáculo era
terrorífico: huyendo del fuego y aprovechando la marea baja, la gente había
llenado ambas orillas; pero a media noche había comenzado a subir la marea y
los heridos, agotadas sus fuerzas y medio hundidos en el fango, no podían
moverse: los alaridos de aquellos que ya sentían el agua al cuello sin
salvación posible jamás se me olvidarán.
Misa original
A las cinco de la mañana
llegamos por fin a nuestro destino y comenzamos a hacer las primeras curaciones
a los Padres. Antes, a pesar de lo urgente del trabajo, habíamos celebrado
nuestras Misas. Ciertamente que en esos momentos de dolor es cuando se siente a
Dios más cerca. Entonces es cuando más necesitamos los auxilios sobrenaturales.
La parte externa de la
celebración del Santo Sacrificio no era, en realidad, muy propia para fomentar
la devoción sensible. Al volverme para decir “Dominus Vobiscum” veía delante de
mí aquellos cincuenta heridos acomodados delante de la capilla, sufriendo
terriblemente.
Al ir a la Epístola o al
dirigirme al Evangelio tenía que ir apartando suavemente con el pie a los niños
que se acercaban hasta allí. Querían ver de cerca al extranjero que con trajes
tan raros –para ellos-, hacía aquellas ceremonias que nunca habían presenciado.
Sin embargo, a pesar de todo, quizá nunca haya dicho Misa con tanta devoción.
El saco salvador
Cuando al terminar el Santo
Sacrificio nos pusimos a pensar qué íbamos a hacer, porque eso de ayudar a la
naturaleza por medio de una buena alimentación no bastaba, vino otra vez el
Señor con su Providencia admirable.
A las ocho de la mañana, un
aldeano empleado en casa, se me presentó con un saco en la mano y me dijo:
- Padre, yo quisiera también ayudar a esta
pobre gente, y buscando por aquí y por allá me he encontrado este saco lleno de
escamitas blancas que parecen medicina. Vea usted si puede servirle para algo.
El contenido eran 15 kilos
de ácido bórico. Allí estaba la solución del problema. Con nuestra ropa
interior y con las sábanas que había en casa fabricamos gran cantidad de vendas
y comenzamos nuestro trabajo, sumamente primitivo, pero que dio gran resultado.
Consistía en poner una gasa
sobre la herida, manteniéndola húmeda todo el día con una disolución
desinfectante de ácido bórico. Así se lograba calmar un poco el dolor, y
además, manteníamos la lesión relativamente limpia y en contacto con el aire.
La supuración de las heridas quedaba adherida a la gasa, con lo cual,
cambiándola cuatro o cinco veces al día, conseguimos asegurar la asepsia.
Siguiendo el proceso
curativo pudimos ver antes de una semana que se iban formando y extendiendo
poco a poco unas granulaciones de cicatrización que, debidamente cultivadas,
llevaron a los enfermos al restablecimiento de una manera lenta, pero total.
Así en todos los casos que tratamos. Tanto, que no tuvimos ninguno de
contracción o quiloide, o sea degeneración maligna de las cicatrices.
Cuando después de cierto
tiempo de estudio científico acerca de los efectos de la bomba atómica un grupo
de médicos de la A.B.C.C. (Atomic Bomb Casulaty Center), nos manifestó sus
sospechas de que la bomba atómica tuviera influencias malignas en los procesos
de cicatrización, pudimos demostrarles que no era así, puesto que entre todos
los centenares que nosotros habíamos curado no se había dado ni una sola de
esas degeneraciones malignas. Lo cual nos hace pensar que los quiloides no
fueron producidos directamente por la bomba, sino por el mal tratamiento de las
heridas.
En manos de la terapéutica
doméstica
En efecto nosotros, que
estábamos en Hiroshima y vimos aquellos originales procedimientos curativos,
nos explicábamos perfectamente que las heridas en vez de curarse se pusieran
peor.
En primer lugar, la escasez
de médicos era agobiante. De los 260 que había en la ciudad, perecieron en la
explosión 200. De los 60 restantes, muchos estaban heridos.
Al director del Hospital de la Cruz Roja me lo encontré debajo del tejado de su casa, de donde le sacamos con seis fracturas de hueso, imposibilitado por tanto para ayudar a los demás.
Al director del Hospital de la Cruz Roja me lo encontré debajo del tejado de su casa, de donde le sacamos con seis fracturas de hueso, imposibilitado por tanto para ayudar a los demás.
Las muchedumbres de heridos
cayeron pues, en manos de curanderos improvisados o de enfermeras a medio
formar.
Cuántas veces vimos aquellas
interminables hileras de cien o ciento cincuenta heridos esperando
pacientemente en la calle, ante un edificio a medio derruir, el poder pasar
delante de una enfermera que con un “fude” –pincel para escribir caracteres-
iba pintando la herida con mercurio cromo que tenía junto a ella en una lata.
Naturalmente, el mercurio producía la destrucción de los tejidos.
Y éstas eran las curaciones
“técnicas”, porque las “domésticas” eran mucho peores. Siempre es de temer la
terapéutica casera, pero mucho más en el Japón.
Aquí, por ejemplo, tienen la idea de que para las quemaduras viene muy bien la pulpa de nabos. Por eso, como en Hiroshima hay muchísimos, cantidades enormes de pulpa iban siendo aplicadas a las heridas.
Aquí, por ejemplo, tienen la idea de que para las quemaduras viene muy bien la pulpa de nabos. Por eso, como en Hiroshima hay muchísimos, cantidades enormes de pulpa iban siendo aplicadas a las heridas.
Al principio el efecto era
refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus que
iban supurando las heridas, se formaba una costra que producía dolores
insoportables. Esto lo intentaban remediar aplicando puré de patata, con lo que
la costra aumentaba, y aunque tomaba aspecto de cicatriz, se apreciaba
sensiblemente que debajo había algo blando.
Para obtener su absorción
por ósmosis espolvoreaban la herida, cerrada en falso, con polvo de ceniza de
carbón vegetal. Finalmente, al aumentar el dolor, pretendían calmarlo echando
encima aceite. En resumen, tras este proceso curativo se formaba una costra
durísima, negra y reluciente como si se tratara de unos zapatos recién
embetunados.
Por eso nuestro trabajo era
ir recorriendo una a una las casas donde había heridos y convencerles de que
aquello era ir a una muerte cierta. Al mismo tiempo les enseñábamos nuestro
sencillo procedimiento de curación.
Salve a mi marido
Mucho se podría escribir de
casos individuales que en aquella hecatombe se nos fueron presentando.
Reseñaremos algunos.
Estaba en Nagatsuka curando
heridos cuando se me presentó un matrimonio joven. Ella venía completamente
bien, pues se encontraba fuera de la ciudad en el momento de la explosión.
Su marido, un joven de veintidós años, venía en un estado lamentable. Apenas podía moverse. Ayudado por su mujer, que venía tirando de él, se arrastraba hacia nuestra casa. Desde que entró en ella iba dejando a su paso un reguero de pus. Tenía medio cuerpo hecho una llaga.
Su marido, un joven de veintidós años, venía en un estado lamentable. Apenas podía moverse. Ayudado por su mujer, que venía tirando de él, se arrastraba hacia nuestra casa. Desde que entró en ella iba dejando a su paso un reguero de pus. Tenía medio cuerpo hecho una llaga.
Era el primer caso tan grave
que veía y pensé para mis adentros que aquel pobre hombre había ido allí para
morir entre nosotros. Pero él cuando se dio cuenta que yo titubeaba,
agarrándome una mano me dijo angustiosamente:
- ¡Padre, ayúdeme!
Y la mujer, cogiéndome la
otra, me explicaba:
- Padre, hace un mes que nos hemos casado,
¡salve a mi marido!
Yo no sabía qué decir. En
esas ocasiones pasan mil cosas por la cabeza en un solo segundo. Al fin, casi
reflejamente les contesté:
- Está bien, veremos lo que se puede
hacer, pero… va a doler mucho.
Él, mirándome fijamente:
- ¿Qué va a doler mucho? ¡Usted dele duro,
que yo aguanto!...
Y efectivamente, lo pusimos
en la mesa de operaciones, que era la mesa de mi escritorio, y comenzamos a
limpiar. ¡El pobre joven cómo se retorcía! Había que hacerlo a sangre fría,
pues el pus se había solidificado en el fondo de las quemaduras; pero, en medio
de su dolor, sólo pero decía:
- Padre, dele duro, que yo aguanto, pero
sálveme!
Alguien me dijo al oído:
- ¿No será posible hacerle menos daño?
Pero era imposible acceder.
Tenía que convertirme en verdugo de aquel hombre si quería salvar su vida. Y lo
fui durante dos horas y media. Al terminar estaba él reventado de sufrir y yo
agotado por la tensión en que había estado mientras le crucificaba con aquel
dolor.
En Japón, como las paredes
son muy endebles, se oye todo lo que se habla al otro lado de ellas; pero aquel
herido, olvidándose de eso, tan pronto como desaparecimos de su vista, descargó
contra su pobre mujer, a la que ponía perdida agotando hasta los últimos
epítetos del diccionario, toda la bilis acumulada en aquellas dos horas y media
de tormento.
Ella no se inmutaba.
Como buena japonesa, le oía sonriente y
en venganza le encendía el pitillo, le enjugaba el sudor o le daba algo de
beber. Y así siempre, porque siempre la encontrábamos sonriente, sentada o de
rodillas, a la cabecera de su esposo, sin que nunca llegáramos a saber cuándo dormía.
Al cabo de ocho meses este
matrimonio salía de nuestra casa. En una mañana de abril los vi bajar por la
cuesta del jardín sonrientes, satisfechos y sobre todo… bautizados.
Yo sentí también entonces una alegría íntima que compensaba cumplidamente todos los sufrimientos de los ocho meses pasados. Porque si hubiéramos dejado a aquél muchacho, hubiera muerto sin duda, ya que presentaba los primeros síntomas de intoxicación. Y lo hubiera hecho sin la gracia de los redimidos…
¿Y los niños?
Entre todos los casos de
curaciones, quizá los que nos causaron más sufrimientos fueron los de los
niños.
Todos saben que en el Japón
se adora a los niños. El cuidado por su educación es extremo, de modo que en el
Japón no hay analfabetos: todos van a las escuelas y a los colegios, todos
saben leer y escribir.
Al tiempo de la Bomba
Atómica la mayoría de ellos se encontraban en las clases ordinarias de sus
respectivos colegios. Por ello al producirse la explosión miles de niños
quedaron separados de sus padres, muchos heridos, tirados por la ciudad y sin
poder valerse por sí mismos.
Nosotros recogimos a todos
los que pudimos, y trasladándolos a Nagatsuka comenzamos en seguida a curarlos
para prevenir en lo posible las infecciones y las fiebres.
Carecíamos en absoluto de
anestésicos y algunos de los niños estaban terriblemente heridos: uno, a
consecuencia de una teja que le cayó en la cabeza, tenía un corte de oreja a
oreja. Los labios de la herida tenían centímetro y medio de ancho: separado el
cuero cabelludo del hueso, estaba lleno de barro y trozos de cristal.
Los gritos de la pobre
creatura al ser curada ponían en vilo a toda la casa, por lo cual no tuvimos
más remedio que atarle con una sábana a un carrito y llevárnoslo a la cumbre de
una colina que había junto a la casa. Aquel lugar se convirtió en quirófano, en
donde podríamos trabajar y el niño podría gritar a gusto sin poner nerviosos a
los demás.
El corazón se desgarraba al
tener que hacer estas curaciones, pero era mayor el consuelo al poder devolver
aquellos niños a sus padres; por medio de la Policía japonesa, que estaba
perfectamente organizada, pudimos ponernos en contacto con las familias de
todos los niños que teníamos en casa.
A los pocos días, de Osaka,
Tokio, etc., iban viniendo a Nagatsuka.
Son inimaginables las
escenas de encuentros con los hijos que creían muertos en la explosión y que
ahora volvían a ver sanos y salvos o por lo menos en vías de curación.
Aquellos padres y madres,
llenos de emocionada alegría, no sabían cómo expresar su agradecimiento, y
tirándose a nuestros pies, nos hacían recordar aquellas escenas de los Hechos
de los Apóstoles, cuando los judíos cayendo de rodillas los adoraban como a
dioses.
Muertes misteriosas
Sin embargo, en medio de
todas estas impresiones encontradas, un
hecho nos tenía desconcertados. Y es que muchas personas que estaban en la
ciudad en el momento de la explosión no habían sufrido herida alguna, y, sin
embargo, pasados unos cuantos días, se sentían débiles y venían a nosotros
diciendo que se abrasaban por dentro, que quizá habían respirado un gas
venenoso… y al poco tiempo morían.
El primer caso me ocurrió
cuando estaba curando a un anciano que tenía dos profundas heridas en la
espalda. Se me presentó un señor que me dijo:
- Por favor, Padre, venga a mi casa,
porque mi hijo dice que le duele mucho la garganta.
Viendo que el anciano a
quien estaba curando estaba gravísimo, le contesté:
- Probablemente será un catarro, dele un
poco de aspirina y hágale sudar; ya verá cómo se cura.
A las dos horas fallecía el
niño. ¿Qué había pasado?
Después vino llorando una
muchacha de trece años que me dijo:
- Padre, mire lo que me pasa.
Y abriendo la boca me enseñó
las encías ensangrentadas; tenía toda la fosa bucal llena de heridas pequeñas y
una faringitis aguda; agarrándose, además, los cabellos, se quedaba con ellos
en las manos. A los dos días murió.
Haciendo investigaciones y
estudiando diversos casos, nos encontramos con los siguientes síntomas:
destrucción de los órganos hematopoyéticos, médula, bazo, ganglios linfáticos y
los bulbos capilares; es decir, un caso típico de ataque radioactivo. Sabiendo
ya la causa, por medio de transfusiones de sangre, etc., pudimos ayudar a estas
pobres víctimas y salvar algunas otras vidas.
Varias son las estadísticas
publicadas acerca del número de víctimas: parece ser que al principio se dieron
números inferiores a la realidad. Los oficiales no incluyeron al principio los
soldados y personal militar, sino solamente la población civil.
Las que hoy exhiben en el “Information
Center” de Hiroshima, son las siguientes:
Muertos… 260 mil
Heridos y desaparecidos…
163, 293
Jugándonos la vida
De los muertos, unos 50 mil
fallecieron en el momento mismo de la explosión. Otros 200 mil en las semanas
que siguieron; otros, mucho más tarde, como consecuencia de las heridas o
radiaciones.
Hasta un día después de la
explosión, no supimos que se trataba de la primera bomba atómica que había
explotado en el mundo como arma de guerra.
Al principio, sin
electricidad, sin radio, estábamos del todo incomunicados con el exterior. Pero
al día siguiente comenzaron a llegar los automóviles y trenes que desde Tokio,
Osaka y otras ciudades venían en auxilio de Hiroshima.
Todos quedaban en las
afueras de la ciudad, y cuando les preguntábamos qué era en realidad lo que
había pasado, nos contestaban con mucho misterio:
- Ha explotado la bomba atómica.
Y al instante:
- Pero ¿qué es la bomba atómica?
- La bomba atómica es una cosa terrible.
- Que es terrible ya lo hemos visto; pero
díganos qué es.
Y terminaban diciendo:
- La bomba atómica es… la bomba atómica.
Porque ellos tampoco sabían
más que el nombre. Era una palabra nueva que entonces entraba por primera vez
en el diccionario. Además, saber que era la bomba atómica la que había
explotado, no nos ayudaba nada, desde el punto de vista médico, ya que nadie en
el mundo conocía sus efectos en el organismo humano; nosotros éramos en
realidad los primeros conejillos de Indias de experimentación.
Pero sí nos ayudó, y mucho,
desde el punto de vista misionero. Porque nos dijeron:
- No entren en la ciudad porque hay un gas
que mata durante setenta años.
Y entonces es cuando uno
parece sentirse más sacerdote, cuando sabe que hay dentro de la ciudad
cincuenta mil cadáveres que de no ser cremados, originarían una peste terrible.
Además había ciento veinte mil heridos que curar. Ante este hecho un sacerdote
no puede quedarse fuera para salvar su vida.
Naturalmente que cuando a
uno le dicen que dentro hay un gas que mata, sólo después de hacer un propósito
muy firme se decide a entrar. Pero lo hicimos y comenzamos a levantar pirámides
inmensas de cadáveres para rociarlos con petróleo y prenderles fuego después. Así
desaparecieron los cadáveres que estaban en las calles.
Pero a los tres o cuatro
días, con el sol de agosto y el calor húmedo, el olfato nos iba diciendo dónde
había más cuerpos en corrupción. Levantando los escombros nos encontrábamos a
familias de cinco o seis o más personas aplastadas bajo su casa. Ayudados por
los transeúntes que al azar cruzaban por allí, hacíamos montones de cincuenta o
sesenta cadáveres para incinerarlos.
Cuando terminamos, en un
último esfuerzo, aquella tarea de los primeros días, nos encontrábamos
agobiados; pero el cansancio no nos hacía olvidar aquello del gas que mataba;
por eso nos preguntábamos unos a otros:
- Padre, ¿usted siente algo especial?
Y a todos nos pasaba lo
mismo: estábamos cansados, pero sin
síntomas especiales que pudieran alarmarnos. Era natural que así fuera,
porque el rumor erróneo del gas mortífero no tenía más fundamento que el de la
imaginación excitada con el espectáculo tan sangriento de aquel calvario
trágico.
La “tercera” bomba atómica
El
Padre Arrupe también fue testigo de la gran generosidad, entrega y devoción que
demostraron los nipones en este trance y durante toda la guerra. La manera en
la que se levantaron y lograron convertirse, de ser un país en ruinas, en una
de las grandes potencias económicas del mundo actual en un tiempo récord, es un
hecho que sigue admirándonos a todos.
Resalta
de manera especial un suceso, ocurrido poco después de que Japón firmara la
rendición incondicional a los aliados tras las dos explosiones atómicas.
Hablamos del devastador golpe moral que recibieran al darse a conocer el comunicado oficial que ponía por tierra la base y el sustento que animó siempre el actuar de los japoneses “como un solo hombre”, ordenados, metódicos, disciplinados y sin opción a claudicar en cualquier empresa: la divinidad del Emperador.
Hablamos del devastador golpe moral que recibieran al darse a conocer el comunicado oficial que ponía por tierra la base y el sustento que animó siempre el actuar de los japoneses “como un solo hombre”, ordenados, metódicos, disciplinados y sin opción a claudicar en cualquier empresa: la divinidad del Emperador.
El
1º de enero de 1946, el emperador declaró ante sus súbditos, atónitos, que “considerar al emperador como un dios aquí
en la tierra, y al pueblo japonés como un pueblo superior a los otros y, consecuentemente,
destinado a regir el mundo, es un hecho basado únicamente sobre una idea
puramente imaginaria”.
El
Padre Arrupe, en sus palabras, nos relata las consecuencias de una declaración
como ésa:
El dogma de fe, básico de la
Constitución e ideología nacional, había saltado hecho pedazos.
Esta fue la tercera bomba
atómica, bomba atómica moral, mucho más terrible que las dos que explotaron en
el cielo de Japón.
El
vacío que inundó entonces la existencia de los japoneses fue terrible. Con una
nación destruida por la guerra, ahora carecían también del imprescindible
asidero moral que pudiera infundir un hálito de ánimo para emprender la
dolorosa tarea de la reconstrucción.
Nombrado superior de
todos los jesuitas de Japón, con el cargo de Viceprovincial el 24 de marzo
1954, el Padre Arrupe da la vuelta al mundo pronunciando conferencias para
recabar fondos para la Iglesia del Japón.
En
sus primeras conferencias en España, al intentar hablar del Japón como tal, de
su situación después de la guerra y de la gran necesidad espiritual que había
en sus habitantes, se encontró con audiencias escasas e interés casi nulo.
Viviendo un ideal creí que
todos lo vivirían; teniendo un interés, creí que todos lo tendrían… pero me
equivoqué.
Quise hablar del Japón, de
sus cuestiones, de sus sufrimientos, de sus necesidades. Para ello busqué
auditorios y públicos, pero la respuesta a esas invitaciones era muy fría.
El Japón… tan lejos. Los problemas de Oriente… tenemos tantos en Occidente aún sin resolver… Y los que asistían a esas conferencias eran siempre esas almas que viven el problema misional y por tanto en número muy reducido y, desgraciadamente, de influencia social muy escasa.
El Japón… tan lejos. Los problemas de Oriente… tenemos tantos en Occidente aún sin resolver… Y los que asistían a esas conferencias eran siempre esas almas que viven el problema misional y por tanto en número muy reducido y, desgraciadamente, de influencia social muy escasa.
Fue
entonces cuando, impulsado por la necesidad de promover esta causa, cambió su
método de aproximación a las audiencias:
Al ver el vacío de los
salones sentí otro vacío mucho más desolador en el alma. Cambié de táctica:
esta vez, “un superviviente de Hiroshima iba a hablar sobre sus experiencias en
la explosión atómica”. En los salones hasta entonces vacíos, parecían surgir
como por generación espontánea miles y miles de oyentes.
Ya no dábamos abasto. Centros
recreativos, científicos, culturales, congregaciones, teatros y cines se
disputaban las conferencias…
No cabe duda de que gocé lo
indecible cuando en México se me acercó aquella pobre viejecita con su traje raído a entregarme su “limosnita”:
- Padresito, ahí tiene mi dinerito: es
todo lo que tengo… Bendígame Padresito.
Y al abrir el papel que
envolvía la limosnita y encontrarme con 750 pesos, miré extrañado a la
mujercita que sonreía con una dulzura especial:
- Sí, son todos mis ahorritos para el
Japón.
-
Señora,
que usted los necesita –le dije, devolviéndole su dinero.
-
Por
amor de Dios, Padresito, no: es para las Misiones.
- Señora, no todo. El Señor ve su buena
voluntad… Nada más que una parte.
La viejecita, con las
lágrimas en los ojos y obligándome suavemente a tomarlo todo, me dijo:
- Padresito, ¿es que porque soy pobre no
puedo ayudarle en su gran obra?
Cabe
recordar que al día
siguiente de entrar Japón en la II Guerra Mundial, 8 de diciembre 1941, al
Padre Arrupe lo metieron en la cárcel acusándole de "espía". Lo
recluyeron en un cuartucho de dos por dos metros.
Al cabo de un mes fue puesto en libertad, debido a la admiración que provocó su buen comportamiento y su conversación con carceleros y jueces.
Al cabo de un mes fue puesto en libertad, debido a la admiración que provocó su buen comportamiento y su conversación con carceleros y jueces.
Superior General de la
Compañía de Jesús
En
1965 fue elegido Superior General de la Compañía de Jesús, siendo el vigésimo
octavo sucesor de San Ignacio de Loyola. Permaneció al frente de la misma hasta
que en 1983 renunció al cargo tras sufrir una trombosis que dejó en él graves
secuelas que le acompañarían hasta su muerte, ocurrida el 5 de febrero de 1991.
Apéndice
Joseph Rotblat, científico que renegó de la bomba atómica,
Premio Nobel de la Paz
Premio Nobel de la Paz
Sir Joseph Rotblat (1908-2005), científico británico de origen polaco, murió el 31 de agosto a los 96 años. Rotblat apenas era conocido del gran público hasta que en 1995 recibió el Premio Nobel de la Paz por su lucha contra el arma nuclear.
El ya octogenario científico compartió el premio con la
Conferencia de Pugwash de Ciencias y Asuntos Mundiales, el discreto foro de
debate que fundó e impulsó desde 1957 a partir del famoso manifiesto
antinuclear firmado en 1955 por Albert Einstein apenas dos días antes de su
muerte. Entre los firmantes estaban también el propio Rotblat y otros seis
científicos y pensadores.
Su trayectoria
Joseph Rotblat trabajó en Los Álamos en el Proyecto Manhattan, que tenía por objeto conseguir la bomba atómica.
Pero abandonó en secreto Los Álamos en 1944, cuando descubrió que el espionaje norteamericano había llegado a la conclusión de que la Alemania de Hitler no estaba en condiciones de fabricar la bomba y el militar que dirigía el Proyecto Manhattan le comentó de manera trivial que el verdadero objetivo de la bomba nuclear no era parar los pies a Hitler, sino establecer el dominio de Estados Unidos sobre la Unión Soviética.
Rotblat, que renegaba de la bomba, pero aceptó trabajar en ella para impedir que los nazis conquistaran el mundo, huyó de Los Álamos en secreto, fue acusado entre líneas de ser un espía soviético y no pudo entrar de nuevo en Estados Unidos hasta los años sesenta.
Nacido el 4 de noviembre de 1908 en Varsovia, en el seno de una
próspera familia judía, Rotblat vivió una infancia feliz, ilustrada y llena de
comodidades hasta que la Primera Guerra Mundial y el auge del antisemitismo
arruinaron el negocio familiar. Empobrecido hasta la miseria, se puso a
trabajar de electricista y a estudiar ciencias por su cuenta.
Aunque su familia quería aprovechar su privilegiado intelecto para
convertirle en rabino, su inteligencia le valió una beca para estudiar en el
Departamento de Física de la Universidad de Varsovia, donde llegó a ser
director del Instituto de Física Atómica.
En 1939 se instaló en la Universidad de Liverpool. Dos días después
de que Rotblat saliera de Varsovia, dejando allí a su mujer enferma con la
intención de que viajara a Inglaterra en cuanto se repusiera, Hitler invadió
Polonia.
La mujer del científico murió en el gueto de la capital polaca, pero años después el espionaje británico consiguió localizar y enviar al Reino Unido a varios familiares de Rotblat que éste creía muertos, ganándose así para siempre su fidelidad al Reino Unido, donde pasó el resto de su larga vida.
La mujer del científico murió en el gueto de la capital polaca, pero años después el espionaje británico consiguió localizar y enviar al Reino Unido a varios familiares de Rotblat que éste creía muertos, ganándose así para siempre su fidelidad al Reino Unido, donde pasó el resto de su larga vida.
Marcado por la bomba nuclear
La bomba nuclear, de cuyas posibilidades destructivas fue consciente cuando trabajaba en el Laboratorio Radiológico de Varsovia, marcó su existencia.
"Mi primera reflexión fue tratar de olvidarme de todo eso, como una persona que trata de ignorar los primeros síntomas de una enfermedad mortal. Mi temor era que alguien intentase poner esa idea en práctica", rememoró en 1985.
Tras colaborar en su fabricación mientras pensó que serviría para
derrotar a Hitler, consagró su vida a estudiar los beneficios de la medicina
nuclear y combatir la existencia de la bomba. Uno de sus principales
instrumentos en esa lucha fue la Conferencia de Pugwash de Ciencias y Asuntos
Mundiales, que se reunía en esa remota localidad de Nueva Escocia (Canadá) por
exigencia de su patrocinador, nacido en Pugwash.
Era un foro con aspiraciones de equidistancia política que reunía
discretamente a científicos de los dos lados del telón de acero para trabajar
por la destrucción de los arsenales nucleares. Un foro de perfil
deliberadamente bajo para mantener abiertos los canales de comunicación entre
el Este y el Oeste en los años de la guerra fría.
En 1995, esos desvelos le
merecieron el Premio Nobel de la Paz, que le fue otorgado cuando tenía ya 86
años. "Mientras existan arsenales de armas nucleares existe la posibilidad
de que se usen. Nuestro objetivo es la completa eliminación de estas
armas", explicó tras ser premiado.
"Los científicos son responsables del impacto que su trabajo tiene en la sociedad. En nuestros días, la ciencia juega un papel primordial en el mundo y está en condiciones de decidir el destino de la humanidad", dijo también ese día.
"Los científicos son responsables del impacto que su trabajo tiene en la sociedad. En nuestros días, la ciencia juega un papel primordial en el mundo y está en condiciones de decidir el destino de la humanidad", dijo también ese día.
A.M.D.G.
Bibliografía
-
Padre Pedro Arrupe, S.J. Yo viví la
bomba atómica, Ediciones Mensajero, Bilbao, 1991. Primera edición, México,
1965
- Legado
del P. Pedro Arrupe, S.J., edición preparada originalmente por los Centros
Fe y Cultura de la Provincia Bética (Andalucía y Canarias) de la Compañía de
Jesús. Edición Mexicana preparada por Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C.
- Varios autores, Jesuitas que conocimos y admiramos, Obra Nacional de la Buena
Prensa, A.C., México, 1984
- Emmanuel Lazos, “El jesuita que vivió la bomba atómica: El Padre Pedro Arrupe, S.J.
(1907-1991) ejemplo de una vida de servicio”, publicado en Palabra,
revista doctrinal e ideológica del Partido Acción Nacional, Año 18, No. 73,
julio-septiembre, México 2005, pp. 137-149
-
BBC, Hiroshima (DVD), una epopeya viva e inolvidable de horror y
tragedia
-
Alfonso Díez, Radiaciones mortales,
sección Personajes, Código Diez,
2010
-
Efectos nucleares en el
séptimo arte, Milenio Diario, 18 de marzo de 2011
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