sábado, 30 de marzo de 2013

Yo viví la bomba atómica


Yo viví la bomba atómica


El Padre Pedro Arrupe, S.J.
(1907-1991)


Por Bernardo López Ríos *


* Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia Católica



Satanás… habrá conseguido seducir a los espíritus de los grandes científicos y será el momento en que ellos intervendrán con armas potentísimas con las cuales es posible destruir gran parte de la humanidad
Revelaciones Marianas a 
Teresa Musco, 
13 de agosto de 1951

Si hacéis lo que os digo se salvarán muchas almas y habrá paz. La guerra va a terminar. Pero si no dejan de ofender a Dios, en el Pontificado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando viereis una noche iluminada por una luz desconocida (esto ocurrió en Enero 28, 1938), sabed que es la señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, del hambre y de persecuciones de la Iglesia y del Santo Padre.
Extracto del Mensaje de la Santísima Virgen en Fátima, Portugal, 1917.


Preámbulo

La emergencia nuclear en la central de Fukushima que vive Japón recuerda lo sucedido en la filmación de la cinta The Conqueror, realizada en el Desierto de Utah, en la que 91 personas del staff desarrollaron algún tipo de cáncer tras grabar en una zona de pruebas nucleares. 


El conquistador de Mongolia (The Conqueror, 1956), es conocida en los bajos mundos como la “película radioactiva”.

Esa fama se la ganó por la muerte, años más tarde, de casi cien personas que participaron en el filme, incluyendo al protagonistas John Wayne, la ganadora del Oscar Susan Hayward, Agnes Moorehead, John Hoyt y el mexicano Pedro Armendáriz.

En el Campo de Pruebas de Nevada se llevaron al cabo pruebas nucleares diversas durante 41 años, de 1951 a 1992. Se hicieron explotar bombas atómicas que desparramaron polvo radiactivo en por lo menos un área de 300 kilómetros a la redonda. 

Estaba en un lugar llamado Yucca Flats, pero tuvieron que morir cientos, o tal vez miles de personas para que lo cerraran. La “película de la muerte” hizo sonar la voz de alarma.
Fue filmada en 1956 en el estado de Utah, en un lugar conocido como el Desierto de Escalante cercano al Campo de Pruebas de Nevada, con un enorme aparato de producción y un elenco de artistas famosos. La produjo “El Aviador”, Howard Hughes, y la dirigió Dick Powell, que por cierto, entonces era esposo de la actriz June Allyson.
Encabezaron el reparto John Wayne, Susan Hayward, Pedro Armendáriz, Agnes Moorehead, Lee Van Cleef y William Conrad.
El caso es que a los pocos meses empezaron a morir de cáncer. De 220 personas que integraban el personal que fue a filmar, al llegar 1984 habían muerto 150 de tal enfermedad, según la revista People.
Las radiaciones que los afectaron persistieron en los estudios de filmación, porque el productor ordenó llevar a estos toneladas de arena del desierto en que filmaron las escenas de exteriores para terminar las que faltaban. 

Hay inclusive fotos de Wayne haciendo uso del Contador Geiger mientras descansaba de la filmación en Utah. No tenían idea de lo que la radiactividad les iba a ocasionar.
Yo viví la bomba atómica

La mañana del 6 de agosto de 1945, el Padre Pedro Arrupe, S.J., se encontraba en el noviciado de Nagatsuka, junto con otros 35 jóvenes y varios padres jesuitas. La casa del noviciado se ubicaba a unos seis kilómetros de lo que sería el centro de la explosión atómica.

Hiroshima era una ciudad de unos 400 mil habitantes. Su corte completamente japonés, aunque en ella no faltaban, sobre todo en el centro, buenos edificios de cemento armado.

Militarmente Hiroshima tenía mucha importancia: era el segundo cuartel general de las tropas japonesas, y su puerto uno de los principales para el traslado de divisiones armadas. Antes del desembarco de los americanos, pasaban semanalmente por Hiroshima muchos miles de soldados.

Los jesuitas teníamos en Hiroshima dos casas: una en el centro mismo de la ciudad, que era la parroquia, y otra a unos seis kilómetros del centro de la explosión atómica, que era el Noviciado de Nagatsuka, para los novicios japoneses. Allí me encontraba yo con otros treinta y cinco jóvenes jesuitas.

Sin embargo, la ciudad de Hiroshima había permanecido prácticamente ajena a los bombardeos que las escuadras de aviones estadunidenses realizaban constantemente sobre ciudades como Kure e Iwakuni, entre otras.

Es el propio Padre Arrupe quien nos relata lo que ocurrió aquella mañana trágica del 6 de agosto de 1945:

Estaba yo en mi cuarto con otro Padre, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando de repente vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos.

Naturalmente, extrañados, nos levantamos para ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del aposento –éste daba hacia la ciudad- oímos una explosión formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas.

Nos tiramos, o fuimos tirados al suelo. Y digo fuimos tirados, porque un padre alemán de más de 90 kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su cuarto y se encontró de pronto sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, leyendo un libro.

Seguí sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro segundos que nos parecieron mortales, porque cuando se teme que una viga se caiga en la cabeza y le aplaste a uno el cerebro, el tiempo se hace muy largo.

¿Una bomba en el jardín?

Cuando pudimos ponernos en pie, fuimos a recorrer la casa. Yo tenía la responsabilidad de los treinta y cinco jóvenes que estaban bajo mi dirección. No encontré a ninguno herido, ni siquiera con el menor rasguño.

Salimos al jardín, para ver dónde había caído la bomba, pues nadie dudaba que esto hubiese sucedido; pero al llegar y recorrerlo todo, nos miramos extrañados unos a otros: allí no había ningún hoyo, ni ninguna señal de explosión. Los árboles, las flores, todo, aparecía normal.

Estábamos recorriendo los campos de arroz que circundaban nuestra casa para encontrar el sitio de la bomba, cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se levantaba una densa humareda, entre la que se distinguían, claramente, grandes llamas.

Subimos a una colina para ver mejor, y desde allí pudimos distinguir en donde había estado la ciudad, porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada.

Como las casas eran de madera, papel y paja, y era la hora en que todas las cocinas preparaban la primera comida del día, con ese fuego, y los contactos eléctricos, a las dos horas y media de la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego.

“Pika-don”

Los japoneses, que no sabían que no sabían que había explotado la primera bomba atómica, con esa prodigiosa armonía imitativa de su lenguaje, designaron este nuevo fenómeno con la palabra “Pika-Don”. “Pika” era para ellos el fogonazo, y “don” el ruido de la explosión. Aun ahora, al hablar de la bomba atómica, muchos siguen llamándola Pika-Don…

Nosotros, sin podernos explicar tampoco qué había pasado allí, intentamos entrar en la ciudad; pero era imposible: aquello era un mar de fuego sobre una ciudad reducida a escombros…

En estas condiciones estaba la ciudad a los pocos momentos de la explosión. Apenas se podía avanzar entre tanta ruina. Pero otra de las causas que entorpecía nuestra marcha era la cantidad sin número de personas que iban saliendo penosamente de aquel infierno.

Huían a duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían.

Nunca se me olvidará, porque fue una de mis impresiones primeras de la bomba atómica, aquel grupo de muchachas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían agarradas unas a otras, arrastrándose. 

Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, la tercera… en una progresión que si se continúa hasta 150.00 nos dará una idea aproximada del cuadro de Hiroshima.

Hospital improvisado

Los jesuitas, al constatar el grado de destrucción y muerte que en segundos esparció aquella sola bomba, improvisaron un hospital en la casa del noviciado. Habiendo estudiado medicina, el Padre Arrupe y sus compañeros hicieron esfuerzos verdaderamente heroicos para salvar vidas, aunque la magnitud de aquel cruel acto de guerra los superaba en todos los sentidos.

En ese pequeño hospital lograron acomodar a más de 150 heridos, de los cuales lograron salvar a casi todos. Eso fue apenas en los primeros dos días posteriores a la explosión, ya que antes de eso les fue imposible a los padres ingresar en lo que había sido la ciudad de Hiroshima, a donde acudieron para intentar prestar más ayuda.

Limpiaban y cubrían heridas, inmovilizaban fracturas, realizaban dolorosas punciones y curaciones en las horrendas ámpulas causadas por las quemaduras que muchas de las víctimas presentaban. Aquellos jesuitas fueron de los primeros testigos en constatar los devastadores efectos de una explosión atómica sobre los seres humanos:

Seguíamos buscando medio de entrar en la ciudad, pero era imposible. Entonces hicimos lo único que se puede hacer ante una hecatombe como ésta: caer de rodillas y orar pidiendo luz al cielo, al verse uno desprovisto de todo auxilio humano.

Al fin, acordándome que había estudiado medicina hacía muchos años, volví corriendo a casa para buscar alguna ayuda.

El botiquín lo encontré debajo de los escombros, con las puertas deshechas: de entre las ruinas fui sacando un poco de yodo, otro poco de aspirina, sal de frutas y bicarbonato. Esos eran mis poderes, cuando estaban esperando 200 mil víctimas a quienes auxiliar.

¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar?

Caí de nuevo de rodillas y me encomendé a Dios Nuestro Señor.

Allí fue donde Él me ayudó de una manera especialísima, no con medicinas, sino con una idea, que sin duda hoy hará sonreír a cualquier médico que lea esto: la de lograr a todo trance, ante la evidente falta de medios, ayudar a la naturaleza para ponerla en condiciones de reaccionar por sí misma.

Para eso limpiamos como pudimos la casa y tratamos de acomodar en ella a todos los enfermos y heridos que nos fue posible, en total más de ciento cincuenta.

Para conseguir nuestro fin lo primero que había de hacerse era preocuparse de la alimentación, no sólo de la ordinaria, sino una sobrealimentación que diera a aquellos organismos energía para reaccionar contra las hemorragias, la fiebre y la supuración de las quemaduras.

Nuestra gente joven, con bicicletas o a pie, se lanzó por los alrededores de Hiroshima. Sin saber cómo ni de dónde fueron trayendo consigo lo que en cuatro años no habíamos ni siquiera visto: pescado, carne, huevos, mantequilla… Con ello pudimos atender a nuestros enfermos.

El éxito acompañó a nuestros esfuerzos, porque casi sin darnos cuenta estábamos desde el principio atacando aquella anemia y leucemia que iba a desarrollarse en la mayoría de los heridos por haber sido atacados por las radiaciones atómicas.

Por eso nos podemos gloriar de que de todos los hospitalizados en casa desde el principio ninguno murió, si se excluye a un niño, que atacado de meningitis a causa del aumento de presión de líquido cefalorraquídeo, falleció al día siguiente. Los demás se salvaron todos.

Efectos somáticos

Mientras la gente joven se encargaba de recoger por todas partes alimentos, yo procuraba poner aquellos organismos en condiciones de reaccionar de un modo un poco más científico. Ante todo era necesaria la limpieza de aquella triple clase de heridas.

1.    Heridas de contusión producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de huesos, cortes, no como los de un sable o una bala, que dejan limpios los labios de la herida, sino como los producidos por el desplome de un tejado, derrumbándose la madera carcomida, las tejas y las vigas despedazadas sobre la víctima indefensa. En sus músculos desgarrados más que cortados quedaban incrustados la tierra, el serrín…
Había que limpiar aquellas heridas en carne viva y además a sangre fría por la falta absoluta de cloroformo, éter, morfina o cualquier anestésico que mitigara un poco aquellos terribles dolores.
2.    Otras heridas eran producidas por fragmentos de vidrio o madera incrustados en el cuerpo sin especial desgarramiento muscular.
3.    Al tercer grupo pertenecían las quemaduras, terribles muchas veces, como por ejemplo las de aquel que se me presentó a las pocas horas de la explosión con una ampolla que le cogía todo el pecho hasta el bajo vientre y otra igual en la espalda. Cuando se preguntaba a alguno cómo se había quemado de esa manera, la respuesta era siempre la misma: había quedado debajo de los edificios al derrumbarse éstos; habían comenzado luego a arder las casas y se había quemado mientras luchaba por salir de entre los escombros.


Esto era natural; pero había otra clase de quemaduras cuyo origen nadie se explicaba. Al preguntarle a uno:

-       Usted, ¿cómo se ha quemado?

Recuerdo que me contestó:

-       Yo no me he quemado, Padre

-       Entonces, ¿qué le ha pasado?

-       No lo sé. He visto una luz, una explosión terrible y no me ha sucedido nada, pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y al cabo de cuatro o cinco, era ya una quemadura que un día después empezó a supurar. Y esto sin fuego…

Era desconcertante. Hoy ya sabemos que se trataba de los efectos de las radiaciones infrarrojas que atacan los tejidos y producen no sólo la destrucción de la epidermis y de la endodermis, sino también la del tejido muscular, originando aquellas supuraciones causa de tantos muertos y también de tanta desorientación para nosotros.

Para limpiar las heridas había que punzar y abrir las ampollas.

Por eso, a las cuatro horas y media de trabajo teníamos en casa a ciento cincuenta personas con un tercio o la mitad de la superficie de la piel en carne viva.

Además el trabajo era penoso, pues cuando se produce una ampollita por la rozadura de un zapato, por ejemplo, se hace una punción con un alfiler y sale una gotita de agua. Pero cuando en una ampolla que ocupa medio cuerpo se hace la punción, salen más de ciento cincuenta centímetros cúbicos.

Al principio usábamos cubetas niqueladas, pero desde la tercera cura, viendo todo lo que teníamos delante, empezamos a utilizar los calderos y baldes que encontrábamos por la casa.

Sufrimientos espantosos, dolores terribles que hacían retorcerse a los cuerpos como serpientes y, sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio. 

Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe.

En el teatro de la tragedia

Por fin pudimos entrar en la ciudad. Como ocurre siempre en los grandes incendios, se desarrolló una cantidad enorme de vapor de agua que terminó por condensarse en lluvia torrencial. Así se apagó, al menos, la parte superior de los escombros.

Eran la cinco de la tarde. Ante los ojos espantados un espectáculo sencillamente indescriptible; visión dantesca y macabra imposible de seguir con la imaginación. Teníamos delante una ciudad completamente destruida, por la que íbamos avanzando sobre los escombros cuya parte inferior estaba aún llena de rescoldos. Cualquier descuido podía sernos fatal.

Pero mucho más terrible era la visión trágica de aquellos miles de personas heridas, quemadas, pidiendo socorro. Como aquel niño con quien me tropecé que tenía un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo, o aquel otro que tenía clavada en los intercostales, como si fuese un puñal una gruesa astilla de madera.

Sollozando gritaba:

-       ¡Padre, sálveme que no puedo más!

O aquel otro cogido entre dos vigas y con las piernas completamente calcinadas hasta la rodilla.

Así íbamos avanzando, cuando vimos de pronto venir hacia nosotros a un joven corriendo como loco, mientras pedía socorro: hacía ya veinte minutos que oía las voces de su madre, sepultada viva entre los escombros de su casa. 

Las llamas estaban ya calcinando su cuerpo y en tanto él hacía imposibles esfuerzos para separar las grandes vigas de madera que la tenían aprisionada.

Más impresionantes eran aún los gritos de los niños llamando a sus padres. Otros habían perecido, como las doscientas alumnas de un colegio. El tejado se les había derrumbado encima sin que una sola se escapase de las llamas.

En la orilla del río

A eso de las diez de la noche pudimos, por fin, encontrar a nuestros Padres de la Residencia. Los cinco estaban heridos. El Padre Schiffer, sin estarlo gravemente, se hallaba moribundo. Tenía una herida en la cabeza, y para cortar la hemorragia, como no encontraban a mano otra cosa, le hicieron un gran turbante de papeles de periódicos y una camisa.

Pero no se habían dado cuenta de otra herida que tenía detrás del pabellón de la oreja: un trozo de cristal le había cortado una pequeña arteria y estaba desangrándose poco a poco.

Fabricando con una madera sin cepillar, y unos bambúes, una camilla, nos dispusimos a llevarlo a Nagatsuka.

Él, haciendo un gesto de dolor, pero sonriendo a la japonesa, me dijo:

-       Padre Arrupe, ¿podría mirarme la espalda? Debo tener algo en ella.

Lo volvimos boca abajo y a la luz de una antorcha vimos que, en efecto, estaba completamente acribillado con trozos de cristal.

Con una navaja de afeitar -¡quién pensaba entonces en bisturí!- le saqué más de cincuenta fragmentos. Después de esta operación, avanzando lentamente a través de la ciudad, a oscuras, comenzamos el viaje hacia el Noviciado.

Cada cien metros teníamos que parar para descansar un poco nosotros y él. En uno de estos altos forzados sentimos cerca de nosotros ayes lastimeros, como de un moribundo. No conseguíamos encontrar el sitio de donde provenían, cuando uno, aguzando el oído, dijo:

-       Es debajo donde está gritando.

Efectivamente, nos habíamos detenido sobre un tejado derruido. Apartando las tejas nos encontramos a una anciana con medio cuerpo quemado. Allí había estado sepultada todo el día y ya apenas tenía un hilito de vida. La sacamos de allí y falleció al momento.

Aún nos faltaba por ver muchas escenas de horror aquella noche. Al llegar al río el espectáculo era terrorífico: huyendo del fuego y aprovechando la marea baja, la gente había llenado ambas orillas; pero a media noche había comenzado a subir la marea y los heridos, agotadas sus fuerzas y medio hundidos en el fango, no podían moverse: los alaridos de aquellos que ya sentían el agua al cuello sin salvación posible jamás se me olvidarán.  

Misa original

A las cinco de la mañana llegamos por fin a nuestro destino y comenzamos a hacer las primeras curaciones a los Padres. Antes, a pesar de lo urgente del trabajo, habíamos celebrado nuestras Misas. Ciertamente que en esos momentos de dolor es cuando se siente a Dios más cerca. Entonces es cuando más necesitamos los auxilios sobrenaturales.

La parte externa de la celebración del Santo Sacrificio no era, en realidad, muy propia para fomentar la devoción sensible. Al volverme para decir “Dominus Vobiscum” veía delante de mí aquellos cincuenta heridos acomodados delante de la capilla, sufriendo terriblemente.

Al ir a la Epístola o al dirigirme al Evangelio tenía que ir apartando suavemente con el pie a los niños que se acercaban hasta allí. Querían ver de cerca al extranjero que con trajes tan raros –para ellos-, hacía aquellas ceremonias que nunca habían presenciado. Sin embargo, a pesar de todo, quizá nunca haya dicho Misa con tanta devoción.

El saco salvador

Cuando al terminar el Santo Sacrificio nos pusimos a pensar qué íbamos a hacer, porque eso de ayudar a la naturaleza por medio de una buena alimentación no bastaba, vino otra vez el Señor con su Providencia admirable.

A las ocho de la mañana, un aldeano empleado en casa, se me presentó con un saco en la mano y me dijo:

-       Padre, yo quisiera también ayudar a esta pobre gente, y buscando por aquí y por allá me he encontrado este saco lleno de escamitas blancas que parecen medicina. Vea usted si puede servirle para algo.

El contenido eran 15 kilos de ácido bórico. Allí estaba la solución del problema. Con nuestra ropa interior y con las sábanas que había en casa fabricamos gran cantidad de vendas y comenzamos nuestro trabajo, sumamente primitivo, pero que dio gran resultado.

Consistía en poner una gasa sobre la herida, manteniéndola húmeda todo el día con una disolución desinfectante de ácido bórico. Así se lograba calmar un poco el dolor, y además, manteníamos la lesión relativamente limpia y en contacto con el aire. La supuración de las heridas quedaba adherida a la gasa, con lo cual, cambiándola cuatro o cinco veces al día, conseguimos asegurar la asepsia.

Siguiendo el proceso curativo pudimos ver antes de una semana que se iban formando y extendiendo poco a poco unas granulaciones de cicatrización que, debidamente cultivadas, llevaron a los enfermos al restablecimiento de una manera lenta, pero total. Así en todos los casos que tratamos. Tanto, que no tuvimos ninguno de contracción o quiloide, o sea degeneración maligna de las cicatrices.

Cuando después de cierto tiempo de estudio científico acerca de los efectos de la bomba atómica un grupo de médicos de la A.B.C.C. (Atomic Bomb Casulaty Center), nos manifestó sus sospechas de que la bomba atómica tuviera influencias malignas en los procesos de cicatrización, pudimos demostrarles que no era así, puesto que entre todos los centenares que nosotros habíamos curado no se había dado ni una sola de esas degeneraciones malignas. Lo cual nos hace pensar que los quiloides no fueron producidos directamente por la bomba, sino por el mal tratamiento de las heridas.    

En manos de la terapéutica doméstica

En efecto nosotros, que estábamos en Hiroshima y vimos aquellos originales procedimientos curativos, nos explicábamos perfectamente que las heridas en vez de curarse se pusieran peor.

En primer lugar, la escasez de médicos era agobiante. De los 260 que había en la ciudad, perecieron en la explosión 200. De los 60 restantes, muchos estaban heridos. 

Al director del Hospital de la Cruz Roja me lo encontré debajo del tejado de su casa, de donde le sacamos con seis fracturas de hueso, imposibilitado por tanto para ayudar a los demás.

Las muchedumbres de heridos cayeron pues, en manos de curanderos improvisados o de enfermeras a medio formar.

Cuántas veces vimos aquellas interminables hileras de cien o ciento cincuenta heridos esperando pacientemente en la calle, ante un edificio a medio derruir, el poder pasar delante de una enfermera que con un “fude” –pincel para escribir caracteres- iba pintando la herida con mercurio cromo que tenía junto a ella en una lata. Naturalmente, el mercurio producía la destrucción de los tejidos.

Y éstas eran las curaciones “técnicas”, porque las “domésticas” eran mucho peores. Siempre es de temer la terapéutica casera, pero mucho más en el Japón. 

Aquí, por ejemplo, tienen la idea de que para las quemaduras viene muy bien la pulpa de nabos. Por eso, como en Hiroshima hay muchísimos, cantidades enormes de pulpa iban siendo aplicadas a las heridas.

Al principio el efecto era refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus que iban supurando las heridas, se formaba una costra que producía dolores insoportables. Esto lo intentaban remediar aplicando puré de patata, con lo que la costra aumentaba, y aunque tomaba aspecto de cicatriz, se apreciaba sensiblemente que debajo había algo blando.

Para obtener su absorción por ósmosis espolvoreaban la herida, cerrada en falso, con polvo de ceniza de carbón vegetal. Finalmente, al aumentar el dolor, pretendían calmarlo echando encima aceite. En resumen, tras este proceso curativo se formaba una costra durísima, negra y reluciente como si se tratara de unos zapatos recién embetunados.

Por eso nuestro trabajo era ir recorriendo una a una las casas donde había heridos y convencerles de que aquello era ir a una muerte cierta. Al mismo tiempo les enseñábamos nuestro sencillo procedimiento de curación.

Salve a mi marido

Mucho se podría escribir de casos individuales que en aquella hecatombe se nos fueron presentando. Reseñaremos algunos.

Estaba en Nagatsuka curando heridos cuando se me presentó un matrimonio joven. Ella venía completamente bien, pues se encontraba fuera de la ciudad en el momento de la explosión. 

Su marido, un joven de veintidós años, venía en un estado lamentable. Apenas podía moverse. Ayudado por su mujer, que venía tirando de él, se arrastraba hacia nuestra casa. Desde que entró en ella iba dejando a su paso un reguero de pus. Tenía medio cuerpo hecho una llaga.

Era el primer caso tan grave que veía y pensé para mis adentros que aquel pobre hombre había ido allí para morir entre nosotros. Pero él cuando se dio cuenta que yo titubeaba, agarrándome una mano me dijo angustiosamente:

-       ¡Padre, ayúdeme!

Y la mujer, cogiéndome la otra, me explicaba:
-       Padre, hace un mes que nos hemos casado, ¡salve a mi marido!

Yo no sabía qué decir. En esas ocasiones pasan mil cosas por la cabeza en un solo segundo. Al fin, casi reflejamente les contesté:

-       Está bien, veremos lo que se puede hacer, pero… va a doler mucho.

Él, mirándome fijamente:

-       ¿Qué va a doler mucho? ¡Usted dele duro, que yo aguanto!...

Y efectivamente, lo pusimos en la mesa de operaciones, que era la mesa de mi escritorio, y comenzamos a limpiar. ¡El pobre joven cómo se retorcía! Había que hacerlo a sangre fría, pues el pus se había solidificado en el fondo de las quemaduras; pero, en medio de su dolor, sólo pero decía:

-       Padre, dele duro, que yo aguanto, pero sálveme!

Alguien me dijo al oído:

-       ¿No será posible hacerle menos daño?

Pero era imposible acceder. Tenía que convertirme en verdugo de aquel hombre si quería salvar su vida. Y lo fui durante dos horas y media. Al terminar estaba él reventado de sufrir y yo agotado por la tensión en que había estado mientras le crucificaba con aquel dolor.

En Japón, como las paredes son muy endebles, se oye todo lo que se habla al otro lado de ellas; pero aquel herido, olvidándose de eso, tan pronto como desaparecimos de su vista, descargó contra su pobre mujer, a la que ponía perdida agotando hasta los últimos epítetos del diccionario, toda la bilis acumulada en aquellas dos horas y media de tormento.

Ella no se inmutaba. Como  buena japonesa, le oía sonriente y en venganza le encendía el pitillo, le enjugaba el sudor o le daba algo de beber. Y así siempre, porque siempre la encontrábamos sonriente, sentada o de rodillas, a la cabecera de su esposo, sin que nunca llegáramos a saber cuándo dormía.

Al cabo de ocho meses este matrimonio salía de nuestra casa. En una mañana de abril los vi bajar por la cuesta del jardín sonrientes, satisfechos y sobre todo… bautizados.

Yo sentí también entonces una alegría íntima que compensaba cumplidamente todos los sufrimientos de los ocho meses pasados. Porque si hubiéramos dejado a aquél muchacho, hubiera muerto sin duda, ya que presentaba los primeros síntomas de intoxicación. Y lo hubiera hecho sin la gracia de los redimidos…

¿Y los niños?

Entre todos los casos de curaciones, quizá los que nos causaron más sufrimientos fueron los de los niños.

Todos saben que en el Japón se adora a los niños. El cuidado por su educación es extremo, de modo que en el Japón no hay analfabetos: todos van a las escuelas y a los colegios, todos saben leer y escribir.

Al tiempo de la Bomba Atómica la mayoría de ellos se encontraban en las clases ordinarias de sus respectivos colegios. Por ello al producirse la explosión miles de niños quedaron separados de sus padres, muchos heridos, tirados por la ciudad y sin poder valerse por sí mismos.

Nosotros recogimos a todos los que pudimos, y trasladándolos a Nagatsuka comenzamos en seguida a curarlos para prevenir en lo posible las infecciones y las fiebres.

Carecíamos en absoluto de anestésicos y algunos de los niños estaban terriblemente heridos: uno, a consecuencia de una teja que le cayó en la cabeza, tenía un corte de oreja a oreja. Los labios de la herida tenían centímetro y medio de ancho: separado el cuero cabelludo del hueso, estaba lleno de barro y trozos de cristal.

Los gritos de la pobre creatura al ser curada ponían en vilo a toda la casa, por lo cual no tuvimos más remedio que atarle con una sábana a un carrito y llevárnoslo a la cumbre de una colina que había junto a la casa. Aquel lugar se convirtió en quirófano, en donde podríamos trabajar y el niño podría gritar a gusto sin poner nerviosos a los demás.

El corazón se desgarraba al tener que hacer estas curaciones, pero era mayor el consuelo al poder devolver aquellos niños a sus padres; por medio de la Policía japonesa, que estaba perfectamente organizada, pudimos ponernos en contacto con las familias de todos los niños que teníamos en casa.

A los pocos días, de Osaka, Tokio, etc., iban viniendo a Nagatsuka.

Son inimaginables las escenas de encuentros con los hijos que creían muertos en la explosión y que ahora volvían a ver sanos y salvos o por lo menos en vías de curación.

Aquellos padres y madres, llenos de emocionada alegría, no sabían cómo expresar su agradecimiento, y tirándose a nuestros pies, nos hacían recordar aquellas escenas de los Hechos de los Apóstoles, cuando los judíos cayendo de rodillas los adoraban como a dioses.

Muertes misteriosas

Sin embargo, en medio de todas estas impresiones encontradas, un hecho nos tenía desconcertados. Y es que muchas personas que estaban en la ciudad en el momento de la explosión no habían sufrido herida alguna, y, sin embargo, pasados unos cuantos días, se sentían débiles y venían a nosotros diciendo que se abrasaban por dentro, que quizá habían respirado un gas venenoso… y al poco tiempo morían.

El primer caso me ocurrió cuando estaba curando a un anciano que tenía dos profundas heridas en la espalda. Se me presentó un señor que me dijo:

-       Por favor, Padre, venga a mi casa, porque mi hijo dice que le duele mucho la garganta.

Viendo que el anciano a quien estaba curando estaba gravísimo, le contesté:

-       Probablemente será un catarro, dele un poco de aspirina y hágale sudar; ya verá cómo se cura.

A las dos horas fallecía el niño. ¿Qué había pasado?

Después vino llorando una muchacha de trece años que me dijo:

-       Padre, mire lo que me pasa.

Y abriendo la boca me enseñó las encías ensangrentadas; tenía toda la fosa bucal llena de heridas pequeñas y una faringitis aguda; agarrándose, además, los cabellos, se quedaba con ellos en las manos. A los dos días murió.

Haciendo investigaciones y estudiando diversos casos, nos encontramos con los siguientes síntomas: destrucción de los órganos hematopoyéticos, médula, bazo, ganglios linfáticos y los bulbos capilares; es decir, un caso típico de ataque radioactivo. Sabiendo ya la causa, por medio de transfusiones de sangre, etc., pudimos ayudar a estas pobres víctimas y salvar algunas otras vidas.

Varias son las estadísticas publicadas acerca del número de víctimas: parece ser que al principio se dieron números inferiores a la realidad. Los oficiales no incluyeron al principio los soldados y personal militar, sino solamente la población civil.

Las que hoy exhiben en el “Information Center” de Hiroshima, son las siguientes:

Muertos… 260 mil
Heridos y desaparecidos… 163, 293

Jugándonos la vida

De los muertos, unos 50 mil fallecieron en el momento mismo de la explosión. Otros 200 mil en las semanas que siguieron; otros, mucho más tarde, como consecuencia de las heridas o radiaciones.

Hasta un día después de la explosión, no supimos que se trataba de la primera bomba atómica que había explotado en el mundo como arma de guerra.

Al principio, sin electricidad, sin radio, estábamos del todo incomunicados con el exterior. Pero al día siguiente comenzaron a llegar los automóviles y trenes que desde Tokio, Osaka y otras ciudades venían en auxilio de Hiroshima.

Todos quedaban en las afueras de la ciudad, y cuando les preguntábamos qué era en realidad lo que había pasado, nos contestaban con mucho misterio:

-       Ha explotado la bomba atómica.

Y al instante:

-       Pero ¿qué es la bomba atómica?

-       La bomba atómica es una cosa terrible.

-       Que es terrible ya lo hemos visto; pero díganos qué es.

Y terminaban diciendo:

-       La bomba atómica es… la bomba atómica.

Porque ellos tampoco sabían más que el nombre. Era una palabra nueva que entonces entraba por primera vez en el diccionario. Además, saber que era la bomba atómica la que había explotado, no nos ayudaba nada, desde el punto de vista médico, ya que nadie en el mundo conocía sus efectos en el organismo humano; nosotros éramos en realidad los primeros conejillos de Indias de experimentación.

Pero sí nos ayudó, y mucho, desde el punto de vista misionero. Porque nos dijeron:

-       No entren en la ciudad porque hay un gas que mata durante setenta años.

Y entonces es cuando uno parece sentirse más sacerdote, cuando sabe que hay dentro de la ciudad cincuenta mil cadáveres que de no ser cremados, originarían una peste terrible. Además había ciento veinte mil heridos que curar. Ante este hecho un sacerdote no puede quedarse fuera para salvar su vida.

Naturalmente que cuando a uno le dicen que dentro hay un gas que mata, sólo después de hacer un propósito muy firme se decide a entrar. Pero lo hicimos y comenzamos a levantar pirámides inmensas de cadáveres para rociarlos con petróleo y prenderles fuego después. Así desaparecieron los cadáveres que estaban en las calles.

Pero a los tres o cuatro días, con el sol de agosto y el calor húmedo, el olfato nos iba diciendo dónde había más cuerpos en corrupción. Levantando los escombros nos encontrábamos a familias de cinco o seis o más personas aplastadas bajo su casa. Ayudados por los transeúntes que al azar cruzaban por allí, hacíamos montones de cincuenta o sesenta cadáveres para incinerarlos.

Cuando terminamos, en un último esfuerzo, aquella tarea de los primeros días, nos encontrábamos agobiados; pero el cansancio no nos hacía olvidar aquello del gas que mataba; por eso nos preguntábamos unos a otros:

-       Padre, ¿usted siente algo especial?

Y a todos nos pasaba lo mismo: estábamos cansados, pero sin  síntomas especiales que pudieran alarmarnos. Era natural que así fuera, porque el rumor erróneo del gas mortífero no tenía más fundamento que el de la imaginación excitada con el espectáculo tan sangriento de aquel calvario trágico.

La “tercera” bomba atómica

El Padre Arrupe también fue testigo de la gran generosidad, entrega y devoción que demostraron los nipones en este trance y durante toda la guerra. La manera en la que se levantaron y lograron convertirse, de ser un país en ruinas, en una de las grandes potencias económicas del mundo actual en un tiempo récord, es un hecho que sigue admirándonos a todos.

Resalta de manera especial un suceso, ocurrido poco después de que Japón firmara la rendición incondicional a los aliados tras las dos explosiones atómicas. 

Hablamos del devastador golpe moral que recibieran al darse a conocer el comunicado oficial que ponía por tierra la base y el sustento que animó siempre el actuar de los japoneses “como un solo hombre”, ordenados, metódicos, disciplinados y sin opción a claudicar en cualquier empresa: la divinidad del Emperador.

El 1º de enero de 1946, el emperador declaró ante sus súbditos, atónitos, que “considerar al emperador como un dios aquí en la tierra, y al pueblo japonés como un pueblo superior a los otros y, consecuentemente, destinado a regir el mundo, es un hecho basado únicamente sobre una idea puramente imaginaria”.

El Padre Arrupe, en sus palabras, nos relata las consecuencias de una declaración como ésa:

El dogma de fe, básico de la Constitución e ideología nacional, había saltado hecho pedazos.

Esta fue la tercera bomba atómica, bomba atómica moral, mucho más terrible que las dos que explotaron en el cielo de Japón.

El vacío que inundó entonces la existencia de los japoneses fue terrible. Con una nación destruida por la guerra, ahora carecían también del imprescindible asidero moral que pudiera infundir un hálito de ánimo para emprender la dolorosa tarea de la reconstrucción.

Nombrado superior de todos los jesuitas de Japón, con el cargo de Viceprovincial el 24 de marzo 1954, el Padre Arrupe da la vuelta al mundo pronunciando conferencias para recabar fondos para la Iglesia del Japón.

En sus primeras conferencias en España, al intentar hablar del Japón como tal, de su situación después de la guerra y de la gran necesidad espiritual que había en sus habitantes, se encontró con audiencias escasas e interés casi nulo.

Viviendo un ideal creí que todos lo vivirían; teniendo un interés, creí que todos lo tendrían… pero me equivoqué.

Quise hablar del Japón, de sus cuestiones, de sus sufrimientos, de sus necesidades. Para ello busqué auditorios y públicos, pero la respuesta a esas invitaciones era muy fría. 

El Japón… tan lejos. Los problemas de Oriente… tenemos tantos en Occidente aún sin resolver… Y los que asistían a esas conferencias eran siempre esas almas que viven el problema misional y por tanto en número muy reducido y, desgraciadamente, de influencia social muy escasa.

Fue entonces cuando, impulsado por la necesidad de promover esta causa, cambió su método de aproximación a las audiencias:

Al ver el vacío de los salones sentí otro vacío mucho más desolador en el alma. Cambié de táctica: esta vez, “un superviviente de Hiroshima iba a hablar sobre sus experiencias en la explosión atómica”. En los salones hasta entonces vacíos, parecían surgir como por generación espontánea miles y miles de oyentes.

Ya no dábamos abasto. Centros recreativos, científicos, culturales, congregaciones, teatros y cines se disputaban las conferencias…

No cabe duda de que gocé lo indecible cuando en México se me acercó aquella pobre viejecita con su  traje raído a entregarme su “limosnita”:

-       Padresito, ahí tiene mi dinerito: es todo lo que tengo… Bendígame Padresito.

Y al abrir el papel que envolvía la limosnita y encontrarme con 750 pesos, miré extrañado a la mujercita que sonreía con una dulzura especial:

-       Sí, son todos mis ahorritos para el Japón.
-       Señora, que usted los necesita –le dije, devolviéndole su dinero.
-       Por amor de Dios, Padresito, no: es para las Misiones.
-       Señora, no todo. El Señor ve su buena voluntad… Nada más que una parte.

La viejecita, con las lágrimas en los ojos y obligándome suavemente a tomarlo todo, me dijo:

-       Padresito, ¿es que porque soy pobre no puedo ayudarle en su gran obra?

Cabe recordar que al día siguiente de entrar Japón en la II Guerra Mundial, 8 de diciembre 1941, al Padre Arrupe lo metieron en la cárcel acusándole de "espía". Lo recluyeron en un cuartucho de dos por dos metros. 

Al cabo de un mes fue puesto en libertad, debido a la admiración que provocó su buen comportamiento y su conversación con carceleros y jueces.

Superior General de la Compañía de Jesús

En 1965 fue elegido Superior General de la Compañía de Jesús, siendo el vigésimo octavo sucesor de San Ignacio de Loyola. Permaneció al frente de la misma hasta que en 1983 renunció al cargo tras sufrir una trombosis que dejó en él graves secuelas que le acompañarían hasta su muerte, ocurrida el 5 de febrero de 1991.

Apéndice

Joseph Rotblat, científico que renegó de la bomba atómica, 
Premio Nobel de la Paz

Sir Joseph Rotblat (1908-2005), científico británico de origen polaco, murió el 31 de agosto a los 96 años. Rotblat apenas era conocido del gran público hasta que en 1995 recibió el Premio Nobel de la Paz por su lucha contra el arma nuclear.

El ya octogenario científico compartió el premio con la Conferencia de Pugwash de Ciencias y Asuntos Mundiales, el discreto foro de debate que fundó e impulsó desde 1957 a partir del famoso manifiesto antinuclear firmado en 1955 por Albert Einstein apenas dos días antes de su muerte. Entre los firmantes estaban también el propio Rotblat y otros seis científicos y pensadores.

Su trayectoria

Joseph Rotblat trabajó en Los Álamos en el Proyecto Manhattan, que tenía por objeto conseguir la bomba atómica. 


Pero abandonó en secreto Los Álamos en 1944, cuando descubrió que el espionaje norteamericano había llegado a la conclusión de que la Alemania de Hitler no estaba en condiciones de fabricar la bomba y el militar que dirigía el Proyecto Manhattan le comentó de manera trivial que el verdadero objetivo de la bomba nuclear no era parar los pies a Hitler, sino establecer el dominio de Estados Unidos sobre la Unión Soviética.

Rotblat, que renegaba de la bomba, pero aceptó trabajar en ella para impedir que los nazis conquistaran el mundo, huyó de Los Álamos en secreto, fue acusado entre líneas de ser un espía soviético y no pudo entrar de nuevo en Estados Unidos hasta los años sesenta.

Nacido el 4 de noviembre de 1908 en Varsovia, en el seno de una próspera familia judía, Rotblat vivió una infancia feliz, ilustrada y llena de comodidades hasta que la Primera Guerra Mundial y el auge del antisemitismo arruinaron el negocio familiar. Empobrecido hasta la miseria, se puso a trabajar de electricista y a estudiar ciencias por su cuenta.

Aunque su familia quería aprovechar su privilegiado intelecto para convertirle en rabino, su inteligencia le valió una beca para estudiar en el Departamento de Física de la Universidad de Varsovia, donde llegó a ser director del Instituto de Física Atómica.

En 1939 se instaló en la Universidad de Liverpool. Dos días después de que Rotblat saliera de Varsovia, dejando allí a su mujer enferma con la intención de que viajara a Inglaterra en cuanto se repusiera, Hitler invadió Polonia. 

La mujer del científico murió en el gueto de la capital polaca, pero años después el espionaje británico consiguió localizar y enviar al Reino Unido a varios familiares de Rotblat que éste creía muertos, ganándose así para siempre su fidelidad al Reino Unido, donde pasó el resto de su larga vida.

Marcado por la bomba nuclear

La bomba nuclear, de cuyas posibilidades destructivas fue consciente cuando trabajaba en el Laboratorio Radiológico de Varsovia, marcó su existencia. 


"Mi primera reflexión fue tratar de olvidarme de todo eso, como una persona que trata de ignorar los primeros síntomas de una enfermedad mortal. Mi temor era que alguien intentase poner esa idea en práctica", rememoró en 1985.

Tras colaborar en su fabricación mientras pensó que serviría para derrotar a Hitler, consagró su vida a estudiar los beneficios de la medicina nuclear y combatir la existencia de la bomba. Uno de sus principales instrumentos en esa lucha fue la Conferencia de Pugwash de Ciencias y Asuntos Mundiales, que se reunía en esa remota localidad de Nueva Escocia (Canadá) por exigencia de su patrocinador, nacido en Pugwash.

Era un foro con aspiraciones de equidistancia política que reunía discretamente a científicos de los dos lados del telón de acero para trabajar por la destrucción de los arsenales nucleares. Un foro de perfil deliberadamente bajo para mantener abiertos los canales de comunicación entre el Este y el Oeste en los años de la guerra fría.

En 1995, esos desvelos le merecieron el Premio Nobel de la Paz, que le fue otorgado cuando tenía ya 86 años. "Mientras existan arsenales de armas nucleares existe la posibilidad de que se usen. Nuestro objetivo es la completa eliminación de estas armas", explicó tras ser premiado. 

"Los científicos son responsables del impacto que su trabajo tiene en la sociedad. En nuestros días, la ciencia juega un papel primordial en el mundo y está en condiciones de decidir el destino de la humanidad", dijo también ese día.

A.M.D.G.
Bibliografía

- Padre Pedro Arrupe, S.J. Yo viví la bomba atómica, Ediciones Mensajero, Bilbao, 1991. Primera edición, México, 1965

Legado del P. Pedro Arrupe, S.J., edición preparada originalmente por los Centros Fe y Cultura de la Provincia Bética (Andalucía y Canarias) de la Compañía de Jesús. Edición Mexicana preparada por Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C.

-  Varios autores, Jesuitas que conocimos y admiramos, Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C., México, 1984


-  Emmanuel Lazos, “El jesuita que vivió la bomba atómica: El Padre Pedro Arrupe, S.J. (1907-1991) ejemplo de una vida de servicio”, publicado en Palabra, revista doctrinal e ideológica del Partido Acción Nacional, Año 18, No. 73, julio-septiembre, México 2005, pp. 137-149

- BBC, Hiroshima (DVD), una epopeya viva e inolvidable de horror y tragedia

- Alfonso Díez, Radiaciones mortales, sección Personajes, Código Diez, 2010

- Efectos nucleares en el séptimo arte, Milenio Diario, 18 de marzo de 2011


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